viernes, 11 de diciembre de 2009

Un florista y un adiós...

Hoy salí, como todas las mañanas, a mi ciudad anónima, atiborrada de gente.
El calor amenazante nos tatuaba a todos la espalda.
La parada de colectivo estaba como siempre, quieta, acompañada de su árbol de todos los días y del florista de siempre.
Y fue precisamente a él a quien una mujer se acercó, repentina y fugazmente y lo increpó: "¿No te acordás de mí?"...
Él puso la cara de cualquier hombre con mil noches de curda encima, tratando de trepar por los rasgos de ese rostro femenino avejentado, con los ojos inquietos y veloces en busca de un gesto familiar. Sin lograrlo, por supuesto.
Cuando el silencio se prolongó más de lo tolerable y cordial -incluso para mí que quedé atrapada en la escena como mosca en la miel- el hombre esbozó un nombre al azar; erróneo y lejano, claro está.
El clima se tensó aún más; tanto así, que la mujer reveló su identidad y él, mirándome fijamente, nervioso, aclaró que ella era sólo una amiga.
Sentí vergüenza por los tres: por ella que pasó desapercibida en la vida del florista, herida seguramente en su orgullo femenino; por él, tan frágil de memoria y por mí, fisgona recalcitrante.
Shame of us!!
En mi defensa tengo que decir que tuve motivos para quedar cautivada. Es que me sentí parte de varias historias al mismo tiempo, todas conocidas: por un lado, el anonimato al que a veces echo mano y el que a veces me atropella sin buscarlo; por el otro, esa pregunta maldita que no dejamos de usar cuando el arrebato nos impide saludar como seres humanos normales. Finalmente la exposición a un momento que hubiéramos querido eludir.
De todos, me quedo un segundo demás con el último de los vericuetos.
Cuántas veces cruzamos la vereda con la intención de evitar un momento así! O dimos vuelta la cara camuflados en lentes de sol, o nos hicimos los dormidos en el colectivo o...
Mil maneras distintas de ahorrarnos la energía requerida para interactuar protocolarmente con gente que conocimos allá y entonces, sí, pero preferimos no frecuentar hoy.
El saludo, la pregunta obligada, el despliegue de amabilidad, la sonrisa forzada y por supuesto, tolerar la pregunta indiscreta, eludirla y salir del fugaz encuentro entero y digno. Con la frente alta.
La mundana necesidad de mostrarse frente al otro o muy dichoso o muy desgraciado, llamar su atención, bien o mal, como sea.
No pasar desapercibido, no invertir la puesta en escena en vano: que de frutos, que sepan que "una es" "intensa"... que la vida "de una" es "intensa"... ¿que me recuerden? Tal vez.
Por eso elijo la soledad al desgaste innecesario de encuentros estériles, no por la interacción humana per se que siempre "nos regala un caramelo", sino para evitar las máscaras... las ajenas, las propias, todas.
Hoy el florista se avergonzó, la mujer y yo también.
Los tres llevamos a la vida del otro un ramillete de vergüenza que ofrecimos gentilmente a cambio de interactuar, para interrumpir la "bendita" soledad en la que buceamos la mayor parte de nuestros días y desconocemos... y tememos.

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