miércoles, 17 de febrero de 2010

El blue Doc y la calesita de humanos

Hoy: una llamada, una guardia de sanatorio y la deriva.
Esas cosas que pasan, los achaques de los más viejos que pegan un sacudón fuerte como un trueno y te dejan medio enclenque.
Igual, no es eso de lo que quiero hablar.
Quiero contar la aventura del médico de guardia, la ventosa resbaladiza y el ringtone pegadizo.
Cuando se abrió la puerta y mencionaron el nombre de mi viejo salió un tipo alto, más bien grandote y algo torpe. Tenía un mameluco de dos piezas típico del área de salud, de esos que usan indistintamente médicos, enfermeras y mucamas. Color azul intenso, furioso, deprimente. A veces creo que los médicos se tragan su soberbia y usan esos para confundirse entre los camilleros y poder escabullirse con más facilidad.
De todos modos, me dí cuenta que era el médico porque acunaba entre sus gestos torpes la clásica actitud circunspecta que los caracteriza. Tal vez esto lo diga porque, al principio, no se rió con ninguno de mis malos chascarrillos, de esos a los que echo mano para quitarle contracturas a semejantes situaciones.
Pasamos los tres, mis viejos y yo; con el médico éramos cuatro en una salita de dos por dos atestada de muebles. Nos movíamos en bloque, como los animalitos de una calesita, porque era la única forma de circular. Todos juntitos, pasitos cortos.
Preguntas de rigor, bla bla… tomo la pastillita, me siento asá… bla bla… le duele?...
Finalmente, mi viejo a la camilla –movimiento de rotación grupal de por medio- y casi me desmayo de la risa pero lo disimulé porque no “andábamos de humores”: un metro noventa de puro amor en una camilla veinte centímetros más corta y petisa, de manera que los pies del paciente sobresalían significativamente del camastro y el médico tenía que agacharse sobremanera sobre el mueble que -sospecho- lo habían mandado de pediatría.
Todos bien –o cómo se podía- hasta que se me ocurrió sugerir la conveniencia de un electrocardiograma y ahí mismito, sin darme cuenta, le soné la consulta al médico; aunque ya sí me daba cuenta no sólo por su juventud sino por sus modos que se trataba de un principiante. Igual me costó caer en cuenta de ese detalle. Sucede que tengo la manía de presumir que los médicos –todos ellos, sin excepción- saben muchísimo, pueden diagnosticar y curar con la facilidad que yo tengo para respirar, elevándolos a una categoría no humana y de ahí me cuesta bajarlos. Tuve que aprender a hacerlo, pero no es cosa fácil.
Volviendo a escena: mi padre en la camilla “mini”, el médico poniéndole los electrodos que no se pegaban en el pecho por los pelitos y así entorpecían todo el procedimiento, mi madre y yo habíamos quedado ahora detrás del escritorio porque se había incorporado al minúsculo escenario el carrito del aparato con el que sacan esos exámenes.
Las ventosas caprichosas caían y caían así que al Doc no se le ocurrió mejor idea que llamar a una enfermera que se los sostenga manualmente uno por uno.
Entonces éramos: la petit camilla, mi padre, el médico, la enfermera (vestida igual que el médico de un denso azul “suicidio”), la carretilla con el equipo de electrodos, el escritorio, mi madre y yo.
Y en una coordinación cuasi perfecta, con cada movimiento de rotación del aparato humano y técnico allí formado, sonaba a todo volumen el celular del médico con el tema de Soda Stereo “Persiana Americana” en vivo. Sentí por un segundo que el arengue de la gente del público del rockero grupo en el estadio se dirigía a nosotros, festejándonos el impecable movimiento de rotación grupal, como las cuerdas y ruedecillas de un reloj suizo.
Éramos una adorable calesita humana en libre asociación universal!!!
La tira del estudio, interrumpido y repetido varias veces por esos rebeldes receptores del impulso cardíaco terminó midiendo aproximadamente veinte metros y cuarenta y tres centímetros.
El médico tomó el chorizo de papel con las típicas escrituras jeroglíficas inentendibles para el ojo poco entendido como el mío y encendió una vez más el engranaje humano para llegar a su escritorio. Rotación, otra vez.
Silencio… Leía, leía, leía… silencio.
Mi viejo no parecía infartado pero el suspenso me estaba matando hasta que el médico se paró y dijo lo peor: “Vamos a tener que repetir el electro porque no se entiende nada”. Saqué dos conclusiones apresuradas del momento: 1) Si el tordo no entendía el electro, que sería de todos los mortales allí dentro!! 2) Rotación, again!!?? Shit!
Desapareció; primero él y a la media hora aprox. la punta final de la eterna lonja de papel milimetrado verde escrita en chino cantonés.
Nos quedamos los tres solos sintiendo el vacío y la soledad de los borrachos al terminarse una fiesta.
Me puse a leer cuanto papelito, afiche y nota colgaban de un friso de acrílico en una de las paredes atestadas de azulejos blancos. Interrumpí abruptamente mi pasatiempo cuando descubrí un cuadrito sinóptico tipo manual de instrucciones que guiaba a quien fuera –incluso a mí de ser necesario- a atender determinada sintomatología que apareciera en la guardia. Me espanté!! Serían médicos o extras mal pagos aquellos muchachos vestidos de azul “me ahogo en el fondo del océano”.
Disimulé mi espanto con un chiste… el peor de la jornada. Mis viejos me miraron sin hablar aunque imagino que pensaron “menos mal que la nena estudió algo porque como comediante se hubiera cagado de hambre”.
El aire acondicionado me congeló; tanta quietud y soledad hicieron que añore la calesita. Casi se me pianta un lagrimón.
Mi vieja empezó a manosear los papeles del escritorio, mi viejo la retó, ella no le dio pelota, es más, sacó de la cartera los lentes y empezó a leer todo cuanto había ahí en busca del nombre del médico.
A los cuarenta minutos –sin exagerar… o al menos no tanto- volvió el Doc RE NO VA DO, mucho más erguido y seguro; incluso con la voz más ronca y determinante: estaba todo ok!! No alcancé a imaginarlo detrás de un biombo estudiando un manual de cardiología para principiantes que se sinceró y contó el motivo de su ausencia: fue a asesorarse con el jefe de coronaria y no había que repetir el electro. Eureka! Era un principiante concienzudo!!
Finalmente todos nos distendimos y empezamos a bromear y por fin el médico respiró con alivio. Mi viejo recuperó el color en la cara. Mi vieja y yo nos alegramos de que haya sido sólo un sustito pasajero.
Salimos del hermético consultorio a la sala de espera –colapsada por cierto luego de tanto retraso- y literalmente huimos del lugar, con ganas de no volver nunca más.
Igual, debo reconocer, formamos un buen equipo: el Doc, mis viejos, la enfermera de azul “resalta ojeras”, el aparato de electrodos, la camillita de los pitufos, el escritorio y yo.

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