Recuerdo el sonar de chicharras enloquecidas, aquel enero seco hacia fines de los 80. La tierra parecía esculpida en grietas y arrugas, resquebrajada y caliente. Los regadores apostados en el medio de las canchas de fútbol, como cañones en el campo de batalla, escupían halos de frescura que al chocar con el césped levantaban un vapor agradecido y saltarín; repitiendo secuencialmente un zumbido potente que interrumpía la quietud de las memorables siestas del barrio Cura.
Desde la entrada del Club Provincial hasta la zona de mesas y piletas, había que atravesar unos cuatrocientos metros recorridos por un largo camino de cemento recalcitrante que bordeaba las canchas de tenis primero y las de fútbol después, hasta llegar a aquel páramo empedernido de sauces llorones, que permitían un alivio pasajero.
Ella caminaba con pasos cortos y atolondrados, haciendo equilibrio sobre sus chancletas de goma con rayas azules y blancas. Sostenía con una mano la toalla y con la otra el carnet que acababa de mostrarle al impávido y despreocupado empleado de la entrada. Otro carnet –el de la pileta- colgaba de un elástico anudado al bretel de la mallita entera, que era la única ropa que vestía aquella tarde de vacaciones.
Dos pasos más adelante, su hermano adolescente caminaba con más velocidad, hablándole de misterios y curiosidades mientras la niña callada y anónima escuchaba sin interrumpirlo, con la furia de un volcán creativo y ocurrente quemándole las entrañas.
Otras veces habían corrido tras los chorros de agua de los regueros, mojándose a carcajadas. Esta vez, la urgencia por cumplir el horario de encuentro con aquella señorita de ojos azules hacía que el impaciente muchacho apurara el paso de la pequeña acelerando el suyo propio.
-Vamos, rápido –dijo con simpatía mientras tomó de la mano a la chiquita que sin chistar se alistó a su lado-
Del otro lado de la montañita –así era como llamaban a las lomadas del country- estaría esperándolo un grupo heterogéneo de jóvenes reunidos por la temporada de verano, sin mayor contacto durante el año más que el de algún baile esporádico. Entre todos, ella: de una belleza simple, tímida y despojada a la vez, con exultantes ojos celestes enmarcados en caprichosos rulos negros que caían a borbotones sobre sus hombros. Su blanca piel dibujaba una silueta delgada y alta, cautivando al muchacho hasta enloquecer sus sentidos.
La niña, que no sabía aún de corazones rotos y “maldeamores”, simplemente vivía en su complejo mundo de fantasías y personajes que le impedían interactuar demasiado con su entorno, convirtiéndola en la chaperona perfecta, casi ausente. Aún así, pudo notar que su hermano estaba particularmente ansioso y quiso liberarlo de ser su custodio por un rato, accediendo a acompañar a otra de las chicas que integraban la barra a tomar un poco de sol.
Los pretendientes consiguieron al fin la intimidad necesaria para empezar a hilvanar la historia que -sin saberlo por aquel entonces- sería de un largo y gran amor.
La niña, continuaba viviendo esa doble vida involuntaria a que estaba acostumbrada por participar activamente de un mundo interno rico y vasto.
Todo lo que la rodeaba se convertía en la idea mágica que desembarcaba en su aldea interior disfrazada de personajes fantásticos, ocurrentes, monstruos con nombres resonantes o damiselas acorraladas recién escapadas de un castillo de arena.
Su vida era simple y bella… no existían factores externos que la abstrajera más de lo necesario de aquel universo mágico en el que se sumergía por horas con inmensa felicidad.
Cada vez que algún acontecimiento de la vida cotidiana la dejaba ceñida al mundo terreno por más tiempo de lo que su espíritu de ensueño recomendaba, sentía un malestar que le calaba los huesos y una furia voraz y peligrosa que temía saliera y dañara a su entorno. Así se acostumbró a la introversión casi permanente; así, empezó a rendirle honores al mote de “rara”, que la acompañaría siempre...
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