martes, 13 de julio de 2010

El gigante y yo...

Más imponente que ver a un gigante dormido es verlo despertar.
Contemplar con los labios temblorosos y los brazos llenos de inquietud a ese enorme ser desperezándose y encarando un nuevo día, una nueva vida.
Así fue.
De pronto miré el horizonte con ojos más atentos y no me costó en absoluto ver la silueta del gigante dormido que comenzaba con pequeños movimientos a anunciar el fin de su siesta -bastante larga, por cierto... claro eso lo supe, después-
Cuando el oráculo me anunció aquella vez que debía alejarme de los "viejos juegos del poder" me estremecí pero no comprendí de inmediato el significado. No estoy segura de comprenderlo ahora pero tengo esa conocida sensación de certeza que te atraviesa el cuero justo antes de lograr un momento de absoluta claridad y entendimiento.
Me siento con energía, casi tocando ese saber que busco desesperada, entendiendo esta vez que no me importa saber tanto sino sentir más seguido esa inquietud creadora que me permite hoy quedarme parada -haciéndome la canchera, incluso- frente a semejante criatura enorme.
Qué más decirles, estoy en este momento esperando que vuelva al mundo de los despiertos, que termine de replegar su cordón de plata y me vea y...
Escribo para calmar la ansiedad, es que este gigante me tiene en ascuas...
Escribo porque cada vez que lo hago respiro de la misma manera que lo hacía al alcanzar la superficie de la pileta del "provincial" después de desafiar el ancho de la olímpica de un tirón o pretender aguantar más que mi amiga "pollita" debajo del agua.
Escribo, porque ahí me encuentro conmigo, esa amiga auténtica, y juntas nos tomamos unos mates y hablamos de la vida.
El gigante me mira fijo ahora y no sonríe ni está serio... trata de conocerme.
Y yo no temo. Ya no.

lunes, 3 de mayo de 2010

Pequeña vieja contadora de hormigas

Las hojas crujientes y deliciosas bajo mis pies se lamentan, se quejan, le cantan al otoño.

El aire frío que se cuela en mi garganta, juega con mi cuerpo y lo hace temblar.

El fuego sagrado está intacto; aún con la carne algo corrompida y manchada de lodo, aún así las llamas se estiran y se encogen, y crepitando libremente me seducen.

Y yo que vagabundeo errante por el mundo como un pájaro con sus alas estiradas, flotando, acariciando diferentes vientos que traen consigo aromas en otro idioma.
Etérea y aleatoria…

Trato frecuentemente de abrir esa puerta cósmica y saltar al vacío sabiéndome alada, sin posibilidades de caer, pero no logro dar con mi coraje y me escabullo avergonzada.

Así es como, aleteando por el cosmos, un día la encontré.
Quieta junto a un árbol, concentrada, contando hormigas.
Se ofuscó al verme (hice que perdiera la cuenta).
Me disculpé y me senté a su lado.
Inmersas las dos en un silencio delicioso, pude entenderla sin palabras.
Aquella niña castaña con ojos color pantano, olía a flores frescas y sentí mi rostro salpicado de su humedad nutricia y bendita.
Sentarme junto a ella me transportó casi de inmediato a mi infancia y a un devenir de recuerdos vívidos y ricos.
Con sus dedos dibujaba burbujas en el aire y dentro de ellas aparecía un pedazo de mí embebida en un entrañable recuerdo.

Así, me recordé sentada en los enormes bancos de madera oscura de la parroquia de Nuestra Señora de la Misericordia.
Sola.
Con las manitas sudorosas sobre mi libro de oraciones, rodeada del zumbido de rezos perdidos y anónimos que se interrumpían con los toscos ruidos de unas revoltosas niñas que detrás de mí, se empujaban, tropezaban, reían.
Mis ojos estaban, de momento, cerrados y ajustados, como si con ellos apiñados pudiera conciliar esa fe inocente que olía a mirra e incienso.
De a ratos, me encontré espiando con desconfianza la trastienda del altar en busca de los innumerables fantasmas que la habitaban.
Sólo encontraba nuevamente paz y consuelo con la imagen de la virgen de la Misericordia que se erguía benévola sobre todos nosotros y Juan Bota, en rodillas, venerándola en el preciso acto de su aparición.
Las luces cálidas de las farolas sostenidas por ángeles nublaban mi vista hasta verlos sonreírme de lejos, inmutables, en un halo de quietud.
El dorado que brillaba con las luces convertía ese altar en una nube de luz cálida y atrapante, casi hipnótica, que seducía mis sentidos.
Desde afuera, se escuchaba una horda de pequeñas ruidosas, enloquecidas por las bondades del recreo de mitad de mañana, barullo que con el abrir y cerrar de la puerta lateral de la capilla llegaba a mí con fuerzas intermitentes sin dejar de irse jamás.
Así, perfecto, tranquilizador, como la felicidad misma suspendida en el aire.

Luego, repentino y doloroso, sonó el timbre que punzaba mis reflexiones para llamarme de vuelta a la realidad del aula y mis obligaciones escolares.

Cuando volví a la niña contadora de hormigas, ésta reía, traviesa y me miraba con infinita dulzura.
Como encontrando un canal abierto, todos los recuerdos de mi tierna edad volvieron a mi conciencia a borbotones, acariciándome el alma, estallando burbujas, de una por vez, todas.
Todos aquellos silencios coronados de historias y fantasías, visitados por duendes y hadas, bailando juntos.
Todos juntos, merendando en el altillo mágico de aquella casa, estallando en carcajadas.

Todos volvieron para quedarse y colarse de tanto en tanto en mi rutina adulta, respondiendo a mis suspiros, para lavarle la cara con frescos óleos y pintarle cada tanto una nariz colorada.

lunes, 29 de marzo de 2010

Como hinojo al borde de la vía...

Sueños…
Sueños de ensueño…

No es que no tenga qué escribir cuando de sueños se trata.
Simplemente me cuesta hilvanarlos, ponerle nombre, etiqueta, "precio"… acomodarlos en la góndola, pasarle la franela y sacarles brillo.
Es que viven suspendidos y cuando quiero agarrarlos para peinarlos un poco y estirarles la ropa, les da tremenda rabieta; sacuden con fuerza todo su cuerpecillo y se escapan de mis manos “adultas”.
Hoy vuelan alto y más que antes incluso cuando venían a jugar con aquella niña fantasiosa y su pandilla imaginaria.
Entonces flotan y se contornean delante de mí, tentándome, provocándome… y me guiñan un ojo y me sacan la lengua y se tocan.
A veces se sacan la ropa y me invitan a desnudarme. Otras me convidan con un mate.
Por momentos mueven la cabeza de lado a lado, negándome un mimo y yo no puedo con ellos porque estoy sumergida en una maratón de sonsos y esclavos.
Y a veces sí puedo y corro hasta la orilla de un lago perpetuo y mientras mastico tiernos hinojos, los miro agitada y me río de mí. Y prometo no volver a la carrera sin meta.
Otras simplemente los miro dormir y les acaricio la mejilla y se desperezan y respiran profundamente y se entregan.
Escalo hacia ellos escribiendo… cada letra, cada frase, cada centímetro de tinta derrumbado en mis páginas es una liana de luz por la que puedo trepar y abrazarlos; y así ya no se escapan, se quedan y por segundos se me hacen carne y somos uno.
A veces nos enojamos y les reprocho que sean etéreos y vayan tan lejos.
Otras ellos fruncen el seño si me ven atorada al suelo y me tironean, jalándome los brazos hasta que doy un salto.
Hoy, apenas puedo dibujar garabatos en el margen de la hoja del destino y los miro de lejos con la certeza de volver a tomar unas copas con ellos, juntos, un día de estos, dentro de poco; por su parte, me añoran con fuerza y entusiasmo y velan de lejos mis lamentos pasajeros.

martes, 23 de febrero de 2010

23 años atrás

Recuerdo el sonar de chicharras enloquecidas, aquel enero seco hacia fines de los 80. La tierra parecía esculpida en grietas y arrugas, resquebrajada y caliente. Los regadores apostados en el medio de las canchas de fútbol, como cañones en el campo de batalla, escupían halos de frescura que al chocar con el césped levantaban un vapor agradecido y saltarín; repitiendo secuencialmente un zumbido potente que interrumpía la quietud de las memorables siestas del barrio Cura.
Desde la entrada del Club Provincial hasta la zona de mesas y piletas, había que atravesar unos cuatrocientos metros recorridos por un largo camino de cemento recalcitrante que bordeaba las canchas de tenis primero y las de fútbol después, hasta llegar a aquel páramo empedernido de sauces llorones, que permitían un alivio pasajero.
Ella caminaba con pasos cortos y atolondrados, haciendo equilibrio sobre sus chancletas de goma con rayas azules y blancas. Sostenía con una mano la toalla y con la otra el carnet que acababa de mostrarle al impávido y despreocupado empleado de la entrada. Otro carnet –el de la pileta- colgaba de un elástico anudado al bretel de la mallita entera, que era la única ropa que vestía aquella tarde de vacaciones.
Dos pasos más adelante, su hermano adolescente caminaba con más velocidad, hablándole de misterios y curiosidades mientras la niña callada y anónima escuchaba sin interrumpirlo, con la furia de un volcán creativo y ocurrente quemándole las entrañas.
Otras veces habían corrido tras los chorros de agua de los regueros, mojándose a carcajadas. Esta vez, la urgencia por cumplir el horario de encuentro con aquella señorita de ojos azules hacía que el impaciente muchacho apurara el paso de la pequeña acelerando el suyo propio.
-Vamos, rápido –dijo con simpatía mientras tomó de la mano a la chiquita que sin chistar se alistó a su lado-
Del otro lado de la montañita –así era como llamaban a las lomadas del country- estaría esperándolo un grupo heterogéneo de jóvenes reunidos por la temporada de verano, sin mayor contacto durante el año más que el de algún baile esporádico. Entre todos, ella: de una belleza simple, tímida y despojada a la vez, con exultantes ojos celestes enmarcados en caprichosos rulos negros que caían a borbotones sobre sus hombros. Su blanca piel dibujaba una silueta delgada y alta, cautivando al muchacho hasta enloquecer sus sentidos.
La niña, que no sabía aún de corazones rotos y “maldeamores”, simplemente vivía en su complejo mundo de fantasías y personajes que le impedían interactuar demasiado con su entorno, convirtiéndola en la chaperona perfecta, casi ausente. Aún así, pudo notar que su hermano estaba particularmente ansioso y quiso liberarlo de ser su custodio por un rato, accediendo a acompañar a otra de las chicas que integraban la barra a tomar un poco de sol.
Los pretendientes consiguieron al fin la intimidad necesaria para empezar a hilvanar la historia que -sin saberlo por aquel entonces- sería de un largo y gran amor.
La niña, continuaba viviendo esa doble vida involuntaria a que estaba acostumbrada por participar activamente de un mundo interno rico y vasto.
Todo lo que la rodeaba se convertía en la idea mágica que desembarcaba en su aldea interior disfrazada de personajes fantásticos, ocurrentes, monstruos con nombres resonantes o damiselas acorraladas recién escapadas de un castillo de arena.
Su vida era simple y bella… no existían factores externos que la abstrajera más de lo necesario de aquel universo mágico en el que se sumergía por horas con inmensa felicidad.
Cada vez que algún acontecimiento de la vida cotidiana la dejaba ceñida al mundo terreno por más tiempo de lo que su espíritu de ensueño recomendaba, sentía un malestar que le calaba los huesos y una furia voraz y peligrosa que temía saliera y dañara a su entorno. Así se acostumbró a la introversión casi permanente; así, empezó a rendirle honores al mote de “rara”, que la acompañaría siempre...

miércoles, 17 de febrero de 2010

El blue Doc y la calesita de humanos

Hoy: una llamada, una guardia de sanatorio y la deriva.
Esas cosas que pasan, los achaques de los más viejos que pegan un sacudón fuerte como un trueno y te dejan medio enclenque.
Igual, no es eso de lo que quiero hablar.
Quiero contar la aventura del médico de guardia, la ventosa resbaladiza y el ringtone pegadizo.
Cuando se abrió la puerta y mencionaron el nombre de mi viejo salió un tipo alto, más bien grandote y algo torpe. Tenía un mameluco de dos piezas típico del área de salud, de esos que usan indistintamente médicos, enfermeras y mucamas. Color azul intenso, furioso, deprimente. A veces creo que los médicos se tragan su soberbia y usan esos para confundirse entre los camilleros y poder escabullirse con más facilidad.
De todos modos, me dí cuenta que era el médico porque acunaba entre sus gestos torpes la clásica actitud circunspecta que los caracteriza. Tal vez esto lo diga porque, al principio, no se rió con ninguno de mis malos chascarrillos, de esos a los que echo mano para quitarle contracturas a semejantes situaciones.
Pasamos los tres, mis viejos y yo; con el médico éramos cuatro en una salita de dos por dos atestada de muebles. Nos movíamos en bloque, como los animalitos de una calesita, porque era la única forma de circular. Todos juntitos, pasitos cortos.
Preguntas de rigor, bla bla… tomo la pastillita, me siento asá… bla bla… le duele?...
Finalmente, mi viejo a la camilla –movimiento de rotación grupal de por medio- y casi me desmayo de la risa pero lo disimulé porque no “andábamos de humores”: un metro noventa de puro amor en una camilla veinte centímetros más corta y petisa, de manera que los pies del paciente sobresalían significativamente del camastro y el médico tenía que agacharse sobremanera sobre el mueble que -sospecho- lo habían mandado de pediatría.
Todos bien –o cómo se podía- hasta que se me ocurrió sugerir la conveniencia de un electrocardiograma y ahí mismito, sin darme cuenta, le soné la consulta al médico; aunque ya sí me daba cuenta no sólo por su juventud sino por sus modos que se trataba de un principiante. Igual me costó caer en cuenta de ese detalle. Sucede que tengo la manía de presumir que los médicos –todos ellos, sin excepción- saben muchísimo, pueden diagnosticar y curar con la facilidad que yo tengo para respirar, elevándolos a una categoría no humana y de ahí me cuesta bajarlos. Tuve que aprender a hacerlo, pero no es cosa fácil.
Volviendo a escena: mi padre en la camilla “mini”, el médico poniéndole los electrodos que no se pegaban en el pecho por los pelitos y así entorpecían todo el procedimiento, mi madre y yo habíamos quedado ahora detrás del escritorio porque se había incorporado al minúsculo escenario el carrito del aparato con el que sacan esos exámenes.
Las ventosas caprichosas caían y caían así que al Doc no se le ocurrió mejor idea que llamar a una enfermera que se los sostenga manualmente uno por uno.
Entonces éramos: la petit camilla, mi padre, el médico, la enfermera (vestida igual que el médico de un denso azul “suicidio”), la carretilla con el equipo de electrodos, el escritorio, mi madre y yo.
Y en una coordinación cuasi perfecta, con cada movimiento de rotación del aparato humano y técnico allí formado, sonaba a todo volumen el celular del médico con el tema de Soda Stereo “Persiana Americana” en vivo. Sentí por un segundo que el arengue de la gente del público del rockero grupo en el estadio se dirigía a nosotros, festejándonos el impecable movimiento de rotación grupal, como las cuerdas y ruedecillas de un reloj suizo.
Éramos una adorable calesita humana en libre asociación universal!!!
La tira del estudio, interrumpido y repetido varias veces por esos rebeldes receptores del impulso cardíaco terminó midiendo aproximadamente veinte metros y cuarenta y tres centímetros.
El médico tomó el chorizo de papel con las típicas escrituras jeroglíficas inentendibles para el ojo poco entendido como el mío y encendió una vez más el engranaje humano para llegar a su escritorio. Rotación, otra vez.
Silencio… Leía, leía, leía… silencio.
Mi viejo no parecía infartado pero el suspenso me estaba matando hasta que el médico se paró y dijo lo peor: “Vamos a tener que repetir el electro porque no se entiende nada”. Saqué dos conclusiones apresuradas del momento: 1) Si el tordo no entendía el electro, que sería de todos los mortales allí dentro!! 2) Rotación, again!!?? Shit!
Desapareció; primero él y a la media hora aprox. la punta final de la eterna lonja de papel milimetrado verde escrita en chino cantonés.
Nos quedamos los tres solos sintiendo el vacío y la soledad de los borrachos al terminarse una fiesta.
Me puse a leer cuanto papelito, afiche y nota colgaban de un friso de acrílico en una de las paredes atestadas de azulejos blancos. Interrumpí abruptamente mi pasatiempo cuando descubrí un cuadrito sinóptico tipo manual de instrucciones que guiaba a quien fuera –incluso a mí de ser necesario- a atender determinada sintomatología que apareciera en la guardia. Me espanté!! Serían médicos o extras mal pagos aquellos muchachos vestidos de azul “me ahogo en el fondo del océano”.
Disimulé mi espanto con un chiste… el peor de la jornada. Mis viejos me miraron sin hablar aunque imagino que pensaron “menos mal que la nena estudió algo porque como comediante se hubiera cagado de hambre”.
El aire acondicionado me congeló; tanta quietud y soledad hicieron que añore la calesita. Casi se me pianta un lagrimón.
Mi vieja empezó a manosear los papeles del escritorio, mi viejo la retó, ella no le dio pelota, es más, sacó de la cartera los lentes y empezó a leer todo cuanto había ahí en busca del nombre del médico.
A los cuarenta minutos –sin exagerar… o al menos no tanto- volvió el Doc RE NO VA DO, mucho más erguido y seguro; incluso con la voz más ronca y determinante: estaba todo ok!! No alcancé a imaginarlo detrás de un biombo estudiando un manual de cardiología para principiantes que se sinceró y contó el motivo de su ausencia: fue a asesorarse con el jefe de coronaria y no había que repetir el electro. Eureka! Era un principiante concienzudo!!
Finalmente todos nos distendimos y empezamos a bromear y por fin el médico respiró con alivio. Mi viejo recuperó el color en la cara. Mi vieja y yo nos alegramos de que haya sido sólo un sustito pasajero.
Salimos del hermético consultorio a la sala de espera –colapsada por cierto luego de tanto retraso- y literalmente huimos del lugar, con ganas de no volver nunca más.
Igual, debo reconocer, formamos un buen equipo: el Doc, mis viejos, la enfermera de azul “resalta ojeras”, el aparato de electrodos, la camillita de los pitufos, el escritorio y yo.

miércoles, 10 de febrero de 2010

CHAT eo

Hacía bastante tiempo que no me conectaba al programita revolucionario de chateo, de noche... casi, casi que me había olvidado la mística que tiene encontrarse con ese grupo anónimo de desconocidos noctámbulos que se prestan a ser compinches regalando frases graciosas o glamorosas, jugando a ser esa persona que tan vez somos, en el fondo -en parte al menos- pero nunca, jamás a las 8 de la mañana.
Con la magia del croar de una rana y el silbido de un grillito... con la frescura del rocío o el placer de un pucho fumado -cerveza en mano- en verano, en la terraza de tus viejos, presumiendo un fresco inexistente...
Así como cuando te encontrás con un amigo en el medio del caos de cemento y estrés, y los dos tienen tiempo para un café, alejados del mundo por media hora, desahogando las penas en una jarrita mitad y mitad... tal como la mística de charlar con una vecina en el palier, prendiendo las luces cada 30 segundos, resguardando la intimidad que se interrumpiría de inmediato "haciéndola pasar".
Así, intercalo estas líneas con algunas de los diálogos abiertos... enterándome las bondades del novio de tal o el percance diario de cual. Festejando logros o enjuagando lágrimas virtuales... parafraseando a célebres actores con guiones memorable...
Que haga lo que sienta... la dieta me pesa... lo voy a mandar a cagar... es un dulce de leche... no sabés lo que me dijo... tomátelo con calma... llamame por tel que es largo de explicar... aguantame que estoy chateando con él... me dijo que me extraña... no se conecta más... hace mil no sabía de vos, qué es de tu vida?... dale un ultimatum y ponete firme... quedamos así... avisame cuando salgas... te espero... no te desconectes, please, que me siento sola... gracias por el aguante...
Todos solos y, sin embargo, juntos en el universo.

sábado, 6 de febrero de 2010

Jazz

A veces dormida, a veces despierta...
Tengo recurrentes sueños de otra época, otros colores.
Aromas y olores parecidos a una ciudad que amanece con su cemento helado desperezándose en un bostezo de vapor a la vera del incipiente sol mañanero, dominguero.
Las campanas de una iglesia anónima, convocantes e intrépidas, interrumpen el silencio temprano del pueblo, alborotando a palomas y gorriones que vagan por la plaza desorientados y hambrientos.
Manos gentiles y desprendidas repartiendo caricias, regalándole dignidad a Juan, el mendigo.
Trompetas en éxtasis que transportan en el tiempo a mujeres de uñas incadescentes, labios carmesí y cabellos castaños - ceniza.
Hombres impecables, atentos, sensuales y pendencieros concediéndoles abrigo a las damas que acompañan con tacones de charol y vestidos ceñidos al cuerpo.

jueves, 14 de enero de 2010

Siesta

El calor intenso derrite el pavimento acompasado por una bruma densa que lo sobrevuela, derritiéndola a su paso, engañando la vista, inventando fantasmas y mareos.
Por eso el mosaico de aquel patio colonial, fresco bajo la galería blanca remarcada por una enredadera con olor a jazmines y miel, se torna el refugio perfecto que imaginan los soñadores como yo, añorándolo sin haberlo tenido, deseándolo con parpadeo lento y acaramelado.
La piel ensalzada en transpiración busca una sombra quieta y muda que acompañe los sombreros anónimos de peregrinos y bueyes perdidos.
Las miradas tranquilas de los lugareños se apaciguan por el verano intenso de la urbe repleta de argumentos vanos y corridas bancarias.
Recuerdo aquella pieza interna de la casa de Rodríguez y Garay y su frescor acariciándonos la espalda a los que elegíamos el suelo para adormitar quince minutos de siesta, memorables, previa al mate y a las escapadas con amigos por el barrio.
Hoy, ocho pisos más arriba y más al centro me consuelan las aspas de un ventilador itinerante y altanero que vibra y zumba alto.
El televisor mudo con intrusos anónimos; yo quieta, con mis teclas y mis ganas de recortar un momento que aún cuando es común y ordinario me sabe a infancia dulce y me alegra el alma.
Desde afuera se escucha un ramillete de taxis y colectivos atrevidos que dibujan desafiantes sus huellas en la brea derretida y trasladan pasajeros que resoplan y se abanican, desesperanzados.