jueves, 1 de febrero de 2018
2018 de desafíos...
Reapertura de la trastienda creativa de Mundo Pimp! a través de un grupo de mujeres interesadas en contar las historias que las pueblan y rodean. Si sos una de ellas y querés formar parte, completá el formulario y estás in!
Fomentamos las redes de mujeres y la construcción cooperativa. Mi granito de arena estará puesto en compartir disparadores, consignas, técnicas y todo aquello de lo que me sirvo para escribir y escribir.
https://goo.gl/forms/g2KS7kSr5z6SgErB3
martes, 15 de marzo de 2016
Escribir y concretar... cumpliendo sueños
Por agotar la primera edición que salió a la calle el 29 de noviembre de 2015... faltan poquísimos ejemplares por retirar que ya están encargados... los nuevos encargos ya serán de la nueva tirada!! Cuánto aprendizaje en este proyecto autogestivo que se las trajo y cómo!!! Por supuesto, vamos por más. Ya estamos trabajando, mis ángeles de carne y hueso y yo en dos cuentos nuevos (y los otros ángeles, también ;) )
martes, 24 de noviembre de 2015
Purple rain
Caminando por la vereda, con mi
hija, de vuelta del cole a casa, encontramos en la esquina de otro colegio un
lápiz violeta. Los que me conocen, ya lo saben y los que no, les cuento: es mi
color preferido. Seriamente predilecto por sobre la paleta a puntos bastante
insospechados.
No tenía identificación ni
nombre; tampoco vi que se le cayera a nadie.
Como abogada –condición de la que
ya decidí no librarme jamás- inmediatamente pensé “res nullius” que es algo así
como “cosa de nadie”. Podría habérmelo quedado sin violar ninguna norma,
digamos, porque para ese caso funciona aquello que podemos resumir así “el que
lo encuentra se lo queda”.
Pero no. Por muy fuertes que
fueran mis bajos instintos por conservarlo, fundados en esa necesidad “apropiativa”
que cultivamos los humanos desde hace algunos años –y si rascamos un poco más
los manuales de historia, quizá siglos- Esa necesidad del “mío” que no podemos
hacer con los mares, los ríos, las montañas y nos sentimos un poco frustrados
por ello. ¿Quién no ha fantaseado acaso con abrir la ventana del patio –propio,
claro- y encontrar ese mar o río o montaña?
Entonces, lo segundo que se me
ocurrió fue regalárselo a alguien que lo necesite más que yo y que mi hija y mi
familia y mis amigos y… hay chicos que no tienen lápices para dibujar, quizá no
tienen comida en la panza y yo acá reflexionando sobre el destino de una
pinturita y mi solidaridad. Vino la hipocresía y me dio una bofetada. No
quieras hacer la buena acción del día para ganarte el cielo con tan poco. No
serás mejor persona por hacer algo de lo que no estás convencida. Así que, tampoco
funcionó. No podía apropiarme de lo ajeno para ser mejor persona. Pensar que
hay muchos que sí lo creen; Robin Hood, por ejemplo; aunque bueno –y ahí me
sale la abogada defensora otra vez- mi representado, el Sr. Hood, robaba por
necesidad y hambre de sus pares (hurto famélico… con vaselina) y además, el que
le roba a un ladrón…
Entonces, ni bien me repuse del
divague, hice lo correcto: se lo di a la portera del colegio diciendo –advirtiendo-
que seguro el dueño lo iba a buscar allí. Si yo fuera la dueña de la pinturita
violeta- pensé- jamás de los jamases jamaseños, dejaría de buscarla. Igual, a
pesar de la sonrisa y las gracias desmedidas de quien recibió el lápiz en
cuestión, no confié en ella ni un segundo. No creo que vaya a darle tanto a la
lata mental y ética para decidir el destino del objeto.
¿Lo tiraría? PECADO. NO, LA
VIOLETA NO. Quizá la verde, la naranja… pero la violeta no se tira.
Probablemente termine en un cajón, perdida, aislada, sin poder dibujar ni
pintar por largo tiempo. O en la cartuchera de cualquier niño, no dueño, no
elegido ciertamente por mí que encontré el tesoro.
Bue, estaba a media asta, ya… -¡Quién
le quita lo pintado!- me consolé.
Y, mientras caminábamos las
últimas dos cuadras hasta casa, pensé en lo que había presenciado mi hija.
Probablemente con esos ejemplos nunca sea una buena ladrona ni tenga la famosa
viveza argentina a flor de piel. Mi papá hubiese hecho lo mismo que yo y con
orgullo.
¿Y por qué estoy molesta entonces?
Creo que entendí que en esta como
en tantas otras situaciones más en la vida, no hay UNA respuesta correcta
(ouch!). Mucho menos una posible. Menos que más una entendible [¡¿por quién?!!!].
Quizá lo más atinado hubiera sido
dársela a un dibujante para que la haga morder papel hasta sus últimos
suspiros, o que la conservara mi hija para que se anote un poroto en el anecdotario
de las cosas que nos encontramos en la calle o yo para inventar una historia más
misteriosa y copada sobre ella.
O dejarla en el suelo, ahí mismito
dónde estaba, con un horizonte más amplio que el cajón, bolsillo o cartera de
la mujer de la portería.
Su suerte, como la de todos y
todo, está echada [incluso antes de que yo me atreviera a encontrarla, recogerla
y bue, el resto ya lo saben].
Ojalá que la pinturita violeta,
de ese violeta perfecto a media asta ya, esté dibujando otra vez muy a pesar
mío y de todos, por no poder saberlo a ciencia cierta.
martes, 15 de septiembre de 2015
jueves, 21 de mayo de 2015
OÍD MORTALES EL GRITO SACADO
Tema recurrente por
estos días: EL GRITO. Apareció en todos los rincones por los que anduve,
presentado de mil maneras. Propio, ajeno, doloroso, resentido, de adultos, de
niños, de maridos, de mujeres, de docentes… lejanos y cercanos… patriotas… de
por aquí, de por allá. En charlas de café, por chat, en artículos escritos por
autorizados pedagogos y por otros que simplemente se animan desde la propia
vivencia.
“No ME grites”…, “ME
gritaste…”, “Perdón por haberTE gritado…”,
“No quiero gritarTE pero…”
Cuantas veces hemos
escuchado –o dicho- algo así.
Y aclaro: mi computadora
no tiene inconvenientes con la tecla de bloqueo de mayúscula, la que fue
absolutamente adrede, porque lo que más me retumba en la cabeza al escribirlas,
leerlas, escucharlas o decirlas es la manera en que todos nos apropiamos del
actuar –y por ende, de la emoción/sentimiento- del otro y cómo vamos encajando y
sublimando como hacen las piezas del “Tetris” –en caída directa e inexorable-
sobre el tablero social que habitamos, tan arraigados al dúo inseparable “víctima
y victimario”, siempre juntos, a pesar de todo, como Tom y Jerry.
El grito es agresivo,
impulsivo, sanguíneo.
Aturde, estremece,
confunde, marea, ensordece, molesta, bloquea, alerta.
![]() |
| Cualquier grito implica sacar a relucir las garras -o las guerras- que todos tenemos. |
Me pregunto entonces,
desde este escepticismo que me ataca una vez cada tanto y me pica bastante ¿quién
es, en serio, la verdadera “víctima” del grito?
Creo, y esto es casi
autorreferencial, que quien grita acostumbradamente lo ha incorporado a su vida
cual necesidad fisiológica, sin la cual -cree- no puede funcionar sin colapsar.
Se convierte casi en un reflejo inmediato como estornudar o toser. Es una
válvula de escape, a la vez que una trampa sin fin.
Con menor o mayor
consciencia de ser un “gritón”, quienes sufrimos este hábito vicioso y viciado,
no podemos desembarazarnos de esa reacción explosiva que se desata bruscamente,
rompiendo cualquier clima de concordia, y tal como el increíble Hulk rompía su
ropa, al retomar el hilo de lo que venía sucediendo en la vida –pre grito-
quedamos absolutamente expuestos o, a un decir más mundano, “en bolas”.
Desnudos de razones, de disculpas entendibles, de paz.
¡Culpable! – [me] grito-
Preguntada que fuera por
las causas, diría que hay miles y miles de teorías y planteos, soluciones,
sugerencias y recomendaciones.
Lo cierto es que cada
uno tendrá que explorar sus propios motivos, buscar los caminos, los atajos y
las soluciones.
(Acá tampoco hay
recetas).
Pero si, de tanto leer y
pensar, saqué algunas conclusiones que voy a compartir porque desde la UTCEG
(Unión Transitoria Cibernauta de Empatía por los Gritones) me piden opinión y,
autorizada o no, la mía es prácticamente un testimonio y tiene el sello de
autenticidad y relevancia de la propia vivencia.
Nadie LE grita a nadie;
aún cuando ambos interlocutores crean estar inmersos en la dicotomía
gritón/gritado.
En verdad, el que grita,
grita y punto.
Si nadie se apropiara de
los gritos ajenos en ningún sentido y nos repitiéramos cual mantra “no los
provoco, no los recibo, luego, no los tomo como algo personal”, el grito sería sólo
un problema del que lo usa y padece, el “gritón”. Puede no gustarnos, elegir no
escucharlos, no aguantarlos, descartarlos, pero nunca debemos tomarlo como
lanza envenenada con rumbo al corazón, porque no lo es.
Yo, como gritona
consuetudinaria –aunque en franca y voluntaria recuperación-, nunca pretendo
con mi grito ofender al otro, mucho menos lastimarlo o dañarlo; sencillamente,
exploto como el maíz pisingallo en el fuego, frente a una situación que se
escapa de mi control (de mi autocontrol). Desde que logré entenderlo así, con
esta simpleza, cuando grito se me activa la función [auto] aturdimiento,
vivenciando lo que cualquier otro siente frente a ellos y me repliego sola con
el efecto de la vibración del propio campanazo. Esto, claro, después del desafío de ser mamá.
Y acá viene la parte más
complicada de explicar[me]: tratándose de niños, también, contemos la verdad. Enseñémosles
a no apropiarse de aquel actuar tan vehemente, agresivo y poco gentil de los
adultos. Que no lo toleren, que no lo acepten, que no lo asimilen, que se
esmeren por no reproducirlo… “Mamá/Papá/Otro adulto gritan y no está bien”. “No
es tu problema y nunca lo será” “No es
una ofensa, es una pena que no podamos habituarnos a hablar diferente”. “Recordámelo
cada vez que suceda si lo olvido”. “Aceptaré mi error siempre”. “Sé que cuando
grito la estoy sonando”. “No grites, no me imites en esto que no es un lindo hábito”.
Etcétera.
En mi caso, mi hija
siempre fue un gran termostato de los niveles de audio permitidos a mi voz.
Cuando me falla el autocontrol y tampoco funciona el inmediato autocorrectivo,
ella me increpa con un “no me grites” y el antídoto es suficiente para replegar
mis tropas y entender que ese momento, cualquiera de la vida cotidiana que
herrumbra mi paciencia, no es el apropiado para descargar mi ira, mi
frustración, mi ansiedad, mi cansancio (a veces, agotamiento), mis carencias,
en fin, mis partes nada soleadas, que, además, poco tienen que ver con ese hecho
concreto. Aunque no deba ser función ideal de un niño la de aplicarnos
semejantes “correctivos”, es tiempo de decir de una vez y por todas -al menos
yo necesito oírlo-, en detrimento de millones de editoriales que se escriben a
diario acerca de la crianza de los más pequeños, que no podemos válidamente
partir de la hipótesis de un adulto sin errores ni incoherencias. Es tiempo de
sincerarnos y reconocernos como adultos con carencias, sombras, miedos, culpas,
dolor… Es hora de dejar de consumir y
profesar la perfección materna/paterna como condición sine qua non para criar
hijos porque eso es una injusta invitación hacia lo imposible y su lamentable
consecuencia es el inexorable fracaso.
Probablemente, quien no tenga
hijos no lo entienda aún.
¡¿Cómo nos sentimos a
diario tras ese cúmulo de información que recibimos acerca de como ser mejor y
mejor y mejor como personas y como padres?! ¡¿Cuántas claves o tips debo
conocer para ser el padre/madre perfecto?! Y, sobre todo, ¡¿Cuánto,
irónicamente, me aleja ese desenfreno ansioso de consumidor compulsivo [de
soluciones ajenas] de conectarme con mis fibras internas, mi propia fuente, mis
instintos, en suma, la mejor versión de madre/padre que podré llegar a ser!?
Si, claro, lo pregunto
gritando.
Me apena pensar que si
hubiese tenido que despojarme del mal hábito del grito antes de ser mamá,
probablemente ese ser maravilloso que es mi hija no estaría iluminando mi vida
hoy.
Me consuelo: ¡de un mal
hábito a la vez! [Si dejé de fumar, puedo dejar de gritar y si no puedo, me
disculparé todas las veces que sea necesario por así sentirlo y lamentarlo, de
verdad, cada vez].
Entonces, la ecuación
sería algo así:
GRITO = RUIDO
Luego RUIDO ES SIEMPRE RUIDO.
Entonces RUIDO DE GRITO = EL PEOR
RUIDO QUE [ME] CAUSO
Y claro, después de
tanto ruido y chapoteando en el fondo de la “Caja de Pandora” suena a
campanitas o flautas dulces, la ESPERANZA.
Entre el ruido y la
música hay un sendero floreado y perfumado a la vera de una espesa sombra de
añosos árboles que se llama ARMONÍA al que llegamos “los gritones” cuando
registramos la áspera agonía de las cuerdas vocales, el dolor de cabeza que
provoca el estallido a escasos centímetros del oído y, a la vez, el eco interno
del grito, la resonancia, dónde cala hondo, dónde derrite icebergs, dónde
dispara lava… allí, donde el grito se hace zumbido, para atenderlo, volverme
uno con él y comprender sus raíces, sus ramas, su copa, sus frutos, para sufrir
su sequía y así, lograr tal vez, que deje de aturdirnos. Por otro lado, si al
escuchar un grito, la actitud es la misma que al escuchar un estruendoso ruido
que aturde en vez de colocarnos en una actitud de ofensa personal y directa, probablemente
también encontremos ese camino que conduce a la música que nos merecemos todos.
![]() |
Ni gritados
ni gritones… todos somos mestizos, mitad humanos, mitad divinos.
|
sábado, 9 de noviembre de 2013
Un cuento que no ganó: Voyeur de sueños.
Esta es una historia real. O al menos
eso creí alguna vez.
Una noche de insomnio e involuntaria
soledad, de esas que el mes de mayo riega con una humedad profusa y un calor
atemporal, mirando a través de mi ventana vi de lejos, difusos, dos cuerpos
acostados en el pasto de una plaza cercana.
Corrían en cámara lenta las horas
avanzadas del ocaso, taponadas por nubes grises y humeantes con una luna
repleta de agua, apagada, desganada y sin embargo perfecta en su redondez.
Luna haragana, agazapada detrás de
una nebulosa viscosa y pálida.
Cuatro –quizá cinco- estrellas
intermitentes y caprichosas se quejaban en el cielo como si les doliera su
tiritar constante.
Y yo, sola, asomada a la ventana,
inventando historias de anónimos personajes para no caer en el desconsuelo.
No tenía mucho para empezar: sólo la
imagen pixelada de dos cuerpos casi estáticos coronados con la luz naranja de
un cigarrillo que avisaba que ardía de bocanada en bocanada.
Lo primero que mi mente pudo
fabricar, casi como un reflejo incontrolable de reminiscencia adolescente, fue
la historia dramática de dos jóvenes e intrépidos amantes, ocultos en la
negrura del desarraigo, combinada con las sombras de las farolas rotas por la
conquista de vándalos y muy bajo presupuesto municipal. Tal vez ella había
escapado de casa y se refugiaba, entonces, en los brazos cansados de su
candidato no aceptado. Tal vez no.
Abandoné la idea sin rencores. Esa
parecía una foto de otra época y ya no queda lugar en este nuevo milenio para
“Capuletos” y “Montescos” que, por cierto, ya está algo devaluado por promesas
incumplidas de viajes a otras galaxias y parientes marcianos, como para
achacarle también la falta de romanticismo.
Quizá sólo eran amantes furtivos
sedientos de sexo callejero y salvaje (¡!)…
Confieso que la idea sedujo mis
instintos más animales por unos generosos cinco segundos… mi mente no estaba
preparada esa noche para esa producción cargada de erotismo y desenfreno.
Digamos, peras al olmo. O digamos que el único fuego en varias cuadras a la
redonda que podía percibir era el incandescente cigarro de mis personajes
misteriosos.
Imaginé entonces que se trataba de
amigos.
Viejas almas pendencieras atascadas
en cuerpos jóvenes, sedientos de nostalgia de estrellas quejosas y noches
tristes y confundidas.
Compañeros de camino que compartían
el último cigarro que les restaba y retozaban en el pasto fresco después de un
intenso devenir de fastidiosos problemas cotidianos. Ambos, respirando
profundamente el aire confundido de una plazoleta urbana, mezcla de oxígeno
fresco y suspiros tóxicos de colectivos acatarrados. Filosofando y soñando, tal vez, con otros
tiempos que sin haber vivido, añoraban. Casi pude ver cómo dibujaban en el aire
épocas de labios rojos carmesí y vestidos ajustados y femeninos, tacones
altísimos, peinados prolijos, bien logrados, con esmero y dedicación, en franco
contraste con las cinturas bajas de jeans endemoniados, las zapatillas
desteñidas y el exceso innecesario de tatuajes y piercings.
Fuimos por un momento un trío de
nostalgia y añoranza, casi un tango.
Como una bofetada explosiva, un rapto de
realidad acercó a mi mente una historia más verosímil: dos indigentes que
compartían el espacio en la generosidad que germina justo donde la desposesión
reina. Con historias asombrosas sobre sus espaldas cansadas y resquebrajadas
por pernoctar en el frío cemento de los zaguanes abandonados, superpoblados de
afiches de propaganda y mugre.
Por eso, esa noche sería especial.
La plazoleta oscura les regalaría la intimidad necesaria; el pasto fresco y
mullido, el lecho perfecto.
Un único cigarro como testigo
luminoso de la carencia absoluta de riquezas materiales. Cercano al lugar,
algunos ladridos aislados de un perro repleto de pulgas parecían dar mayor veracidad
a esa historia que se alojaba cómoda y confiada en las antípodas de aquellas
primeras imágenes de amorío y fuga.
Me sentí acobardada y vencida frente
a mis pobres ganas de desafiar mi pereza y saciar mi curiosidad, bajando a la
realidad para confirmar alguna de mis versiones o sorprenderme con una nueva
que se revelara con una foto más cercana y nítida.
Mi curiosidad y mi abulia
abandonaron mi cuerpo para trabarse en lucha y al cabo de unos minutos,
volvieron a mí con una amnistía fundada en un confeso empate técnico:
conservaría la intriga que espabilaba mi imaginación y la sacaba a trotar sólo hasta
que el alba echara luz sobre el misterio.
Hice un último y fallido intento
visual para cumplir con los requerimientos de mi ansiedad y nada: aún forzando
la vista hasta que ardieron mis ojos, no pude ver más que un par de siluetas
recortadas y superpuestas de color negro noche sobre más negrura nocturna de un
ocaso cerrado con una mísera luna opaca y pocas estrellas convalecientes.
Mis esperanzas terminaron de
ahogarse en el último suspiro del cigarrillo que matando de improviso a las
cenizas incandescentes se esfumó para siempre en el espacio. La mole humana que
yacía en la plazoleta desparramada sobre el pasto se tornaba cada vez más
indefinida y quieta como negándose a que la descubriera.
Suspiré largo y me regocijé en el
tratado de paz firmado en mi mente: esperaría al amanecer.
Luego, la invasión de los temidos –y
nunca invitados- imponderables.
Supongo que en algún momento abandoné
la guardia vencida por el inoportuno y burlón sueño y mis ojos se desplomaron
sobre una nube de almohadas. Calculo que un apagón de luz desconectó mi
despertador eléctrico programado a horario tempestivo. Creo que el insomnio de
catálogo no está diseñado para ser ameno ni entretenido: en cuanto amaga con
serlo, perece súbito, el muy cretino.
Desperté con el ruido histérico del
despertador de mi vecino y al advertir mi falta, erguí la cabeza desesperada
buscando la ventana como si la hubiese perdido en sueños.
La misma plaza, iluminada ahora con
el alba, coronada con los bostezos de peatones tempraneros que la recorrían
apesadumbrados.
Allí, exactamente en el lugar donde
habían reposado las siluetas capciosas y escurridizas, no había ya nada más que
un barredero vestido con un traje fosforescente y su escobillón de acero, barriendo sin ganas las
primeras hojas del otoño.
Sentí el estruendo de las carcajadas
de todos -los amantes, los amigos y los indigentes- que desde algún lugar de mi
imaginación o escondidos detrás de los árboles y las estatuas, complotados
cruelmente con el barrendero y los transeúntes, se burlaban de esta pobre
servidora que les había regalado la mente como escenario.
Confirmé la infamia más tarde, cuando el
portero me interceptó en el palier para pasarme el acostumbrado parte diario de
chismes y habladurías. Desde hacía mucho tiempo, me había programado para no
escucharlo y por eso no puedo revelar la totalidad de sus dichos pero una frase
final con la que remató su relato, me hizo pensar que él también era cómplice y
yo una pobre víctima merced del divertimento de todos ellos.
Dijo, después de una pausa larga
cargada de doble intención para captar mi plena atención a sabiendas de mi
intachable cordialidad y buena educación:
“…En conclusión, de lo de anoche, qué fue verdad y qué fue mentira… eso,
nunca lo vamos a terminar de saber…”.
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