Caminando por la vereda, con mi
hija, de vuelta del cole a casa, encontramos en la esquina de otro colegio un
lápiz violeta. Los que me conocen, ya lo saben y los que no, les cuento: es mi
color preferido. Seriamente predilecto por sobre la paleta a puntos bastante
insospechados.
No tenía identificación ni
nombre; tampoco vi que se le cayera a nadie.
Como abogada –condición de la que
ya decidí no librarme jamás- inmediatamente pensé “res nullius” que es algo así
como “cosa de nadie”. Podría habérmelo quedado sin violar ninguna norma,
digamos, porque para ese caso funciona aquello que podemos resumir así “el que
lo encuentra se lo queda”.
Pero no. Por muy fuertes que
fueran mis bajos instintos por conservarlo, fundados en esa necesidad “apropiativa”
que cultivamos los humanos desde hace algunos años –y si rascamos un poco más
los manuales de historia, quizá siglos- Esa necesidad del “mío” que no podemos
hacer con los mares, los ríos, las montañas y nos sentimos un poco frustrados
por ello. ¿Quién no ha fantaseado acaso con abrir la ventana del patio –propio,
claro- y encontrar ese mar o río o montaña?
Entonces, lo segundo que se me
ocurrió fue regalárselo a alguien que lo necesite más que yo y que mi hija y mi
familia y mis amigos y… hay chicos que no tienen lápices para dibujar, quizá no
tienen comida en la panza y yo acá reflexionando sobre el destino de una
pinturita y mi solidaridad. Vino la hipocresía y me dio una bofetada. No
quieras hacer la buena acción del día para ganarte el cielo con tan poco. No
serás mejor persona por hacer algo de lo que no estás convencida. Así que, tampoco
funcionó. No podía apropiarme de lo ajeno para ser mejor persona. Pensar que
hay muchos que sí lo creen; Robin Hood, por ejemplo; aunque bueno –y ahí me
sale la abogada defensora otra vez- mi representado, el Sr. Hood, robaba por
necesidad y hambre de sus pares (hurto famélico… con vaselina) y además, el que
le roba a un ladrón…
Entonces, ni bien me repuse del
divague, hice lo correcto: se lo di a la portera del colegio diciendo –advirtiendo-
que seguro el dueño lo iba a buscar allí. Si yo fuera la dueña de la pinturita
violeta- pensé- jamás de los jamases jamaseños, dejaría de buscarla. Igual, a
pesar de la sonrisa y las gracias desmedidas de quien recibió el lápiz en
cuestión, no confié en ella ni un segundo. No creo que vaya a darle tanto a la
lata mental y ética para decidir el destino del objeto.
¿Lo tiraría? PECADO. NO, LA
VIOLETA NO. Quizá la verde, la naranja… pero la violeta no se tira.
Probablemente termine en un cajón, perdida, aislada, sin poder dibujar ni
pintar por largo tiempo. O en la cartuchera de cualquier niño, no dueño, no
elegido ciertamente por mí que encontré el tesoro.
Bue, estaba a media asta, ya… -¡Quién
le quita lo pintado!- me consolé.
Y, mientras caminábamos las
últimas dos cuadras hasta casa, pensé en lo que había presenciado mi hija.
Probablemente con esos ejemplos nunca sea una buena ladrona ni tenga la famosa
viveza argentina a flor de piel. Mi papá hubiese hecho lo mismo que yo y con
orgullo.
¿Y por qué estoy molesta entonces?
Creo que entendí que en esta como
en tantas otras situaciones más en la vida, no hay UNA respuesta correcta
(ouch!). Mucho menos una posible. Menos que más una entendible [¡¿por quién?!!!].
Quizá lo más atinado hubiera sido
dársela a un dibujante para que la haga morder papel hasta sus últimos
suspiros, o que la conservara mi hija para que se anote un poroto en el anecdotario
de las cosas que nos encontramos en la calle o yo para inventar una historia más
misteriosa y copada sobre ella.
O dejarla en el suelo, ahí mismito
dónde estaba, con un horizonte más amplio que el cajón, bolsillo o cartera de
la mujer de la portería.
Su suerte, como la de todos y
todo, está echada [incluso antes de que yo me atreviera a encontrarla, recogerla
y bue, el resto ya lo saben].
Ojalá que la pinturita violeta,
de ese violeta perfecto a media asta ya, esté dibujando otra vez muy a pesar
mío y de todos, por no poder saberlo a ciencia cierta.

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