sábado, 9 de noviembre de 2013

Un cuento que no ganó: Voyeur de sueños.

Esta es una historia real. O al menos eso creí alguna vez.

Una noche de insomnio e involuntaria soledad, de esas que el mes de mayo riega con una humedad profusa y un calor atemporal, mirando a través de mi ventana vi de lejos, difusos, dos cuerpos acostados en el pasto de una plaza cercana.

Corrían en cámara lenta las horas avanzadas del ocaso, taponadas por nubes grises y humeantes con una luna repleta de agua, apagada, desganada y sin embargo perfecta en su redondez.

Luna haragana, agazapada detrás de una nebulosa viscosa y pálida.

Cuatro –quizá cinco- estrellas intermitentes y caprichosas se quejaban en el cielo como si les doliera su tiritar constante.

Y yo, sola, asomada a la ventana, inventando historias de anónimos personajes para no caer en el desconsuelo.

No tenía mucho para empezar: sólo la imagen pixelada de dos cuerpos casi estáticos coronados con la luz naranja de un cigarrillo que avisaba que ardía de bocanada en bocanada.

Lo primero que mi mente pudo fabricar, casi como un reflejo incontrolable de reminiscencia adolescente, fue la historia dramática de dos jóvenes e intrépidos amantes, ocultos en la negrura del desarraigo, combinada con las sombras de las farolas rotas por la conquista de vándalos y muy bajo presupuesto municipal. Tal vez ella había escapado de casa y se refugiaba, entonces, en los brazos cansados de su candidato no aceptado. Tal vez no.

Abandoné la idea sin rencores. Esa parecía una foto de otra época y ya no queda lugar en este nuevo milenio para “Capuletos” y “Montescos” que, por cierto, ya está algo devaluado por promesas incumplidas de viajes a otras galaxias y parientes marcianos, como para achacarle también la falta de romanticismo.

Quizá sólo eran amantes furtivos sedientos de sexo callejero y salvaje (¡!)…

Confieso que la idea sedujo mis instintos más animales por unos generosos cinco segundos… mi mente no estaba preparada esa noche para esa producción cargada de erotismo y desenfreno. Digamos, peras al olmo. O digamos que el único fuego en varias cuadras a la redonda que podía percibir era el incandescente cigarro de mis personajes misteriosos.

Imaginé entonces que se trataba de amigos.

Viejas almas pendencieras atascadas en cuerpos jóvenes, sedientos de nostalgia de estrellas quejosas y noches tristes y confundidas.
Compañeros de camino que compartían el último cigarro que les restaba y retozaban en el pasto fresco después de un intenso devenir de fastidiosos problemas cotidianos. Ambos, respirando profundamente el aire confundido de una plazoleta urbana, mezcla de oxígeno fresco y suspiros tóxicos de colectivos acatarrados.  Filosofando y soñando, tal vez, con otros tiempos que sin haber vivido, añoraban. Casi pude ver cómo dibujaban en el aire épocas de labios rojos carmesí y vestidos ajustados y femeninos, tacones altísimos, peinados prolijos, bien logrados, con esmero y dedicación, en franco contraste con las cinturas bajas de jeans endemoniados, las zapatillas desteñidas y el exceso innecesario de tatuajes y piercings.
Fuimos por un momento un trío de nostalgia y añoranza, casi un tango.

 Como una bofetada explosiva, un rapto de realidad acercó a mi mente una historia más verosímil: dos indigentes que compartían el espacio en la generosidad que germina justo donde la desposesión reina. Con historias asombrosas sobre sus espaldas cansadas y resquebrajadas por pernoctar en el frío cemento de los zaguanes abandonados, superpoblados de afiches de propaganda y mugre.
Por eso, esa noche sería especial. La plazoleta oscura les regalaría la intimidad necesaria; el pasto fresco y mullido, el lecho perfecto.

Un único cigarro como testigo luminoso de la carencia absoluta de riquezas materiales. Cercano al lugar, algunos ladridos aislados de un perro repleto de pulgas parecían dar mayor veracidad a esa historia que se alojaba cómoda y confiada en las antípodas de aquellas primeras imágenes de amorío y fuga.

Me sentí acobardada y vencida frente a mis pobres ganas de desafiar mi pereza y saciar mi curiosidad, bajando a la realidad para confirmar alguna de mis versiones o sorprenderme con una nueva que se revelara con una foto más cercana y nítida.

Mi curiosidad y mi abulia abandonaron mi cuerpo para trabarse en lucha y al cabo de unos minutos, volvieron a mí con una amnistía fundada en un confeso empate técnico: conservaría la intriga que espabilaba mi imaginación y la sacaba a trotar sólo hasta que el alba echara luz sobre el misterio.

Hice un último y fallido intento visual para cumplir con los requerimientos de mi ansiedad y nada: aún forzando la vista hasta que ardieron mis ojos, no pude ver más que un par de siluetas recortadas y superpuestas de color negro noche sobre más negrura nocturna de un ocaso cerrado con una mísera luna opaca y pocas estrellas convalecientes.

Mis esperanzas terminaron de ahogarse en el último suspiro del cigarrillo que matando de improviso a las cenizas incandescentes se esfumó para siempre en el espacio. La mole humana que yacía en la plazoleta desparramada sobre el pasto se tornaba cada vez más indefinida y quieta como negándose a que la descubriera.

Suspiré largo y me regocijé en el tratado de paz firmado en mi mente: esperaría al amanecer.

Luego, la invasión de los temidos –y nunca invitados- imponderables.

Supongo que en algún momento abandoné la guardia vencida por el inoportuno y burlón sueño y mis ojos se desplomaron sobre una nube de almohadas. Calculo que un apagón de luz desconectó mi despertador eléctrico programado a horario tempestivo. Creo que el insomnio de catálogo no está diseñado para ser ameno ni entretenido: en cuanto amaga con serlo, perece súbito, el muy cretino.

 Desperté con el ruido histérico del despertador de mi vecino y al advertir mi falta, erguí la cabeza desesperada buscando la ventana como si la hubiese perdido en sueños.

La misma plaza, iluminada ahora con el alba, coronada con los bostezos de peatones tempraneros que la recorrían apesadumbrados.

Allí, exactamente en el lugar donde habían reposado las siluetas capciosas y escurridizas, no había ya nada más que un barredero vestido con un traje fosforescente  y su escobillón de acero, barriendo sin ganas las primeras hojas del otoño.

Sentí el estruendo de las carcajadas de todos -los amantes, los amigos y los indigentes- que desde algún lugar de mi imaginación o escondidos detrás de los árboles y las estatuas, complotados cruelmente con el barrendero y los transeúntes, se burlaban de esta pobre servidora que les había regalado la mente como escenario.

 Confirmé la infamia más tarde, cuando el portero me interceptó en el palier para pasarme el acostumbrado parte diario de chismes y habladurías. Desde hacía mucho tiempo, me había programado para no escucharlo y por eso no puedo revelar la totalidad de sus dichos pero una frase final con la que remató su relato, me hizo pensar que él también era cómplice y yo una pobre víctima merced del divertimento de todos ellos.

Dijo, después de una pausa larga cargada de doble intención para captar mi plena atención a sabiendas de mi intachable cordialidad y buena educación:
“…En conclusión, de lo de anoche, qué fue verdad y qué fue mentira… eso, nunca lo vamos a terminar de saber…”.
  




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