martes, 24 de noviembre de 2015

Purple rain

Caminando por la vereda, con mi hija, de vuelta del cole a casa, encontramos en la esquina de otro colegio un lápiz violeta. Los que me conocen, ya lo saben y los que no, les cuento: es mi color preferido. Seriamente predilecto por sobre la paleta a puntos bastante insospechados.
No tenía identificación ni nombre; tampoco vi que se le cayera a nadie.
Como abogada –condición de la que ya decidí no librarme jamás- inmediatamente pensé “res nullius” que es algo así como “cosa de nadie”. Podría habérmelo quedado sin violar ninguna norma, digamos, porque para ese caso funciona aquello que podemos resumir así “el que lo encuentra se lo queda”.
Pero no. Por muy fuertes que fueran mis bajos instintos por conservarlo, fundados en esa necesidad “apropiativa” que cultivamos los humanos desde hace algunos años –y si rascamos un poco más los manuales de historia, quizá siglos- Esa necesidad del “mío” que no podemos hacer con los mares, los ríos, las montañas y nos sentimos un poco frustrados por ello. ¿Quién no ha fantaseado acaso con abrir la ventana del patio –propio, claro- y encontrar ese mar o río o montaña?
Entonces, lo segundo que se me ocurrió fue regalárselo a alguien que lo necesite más que yo y que mi hija y mi familia y mis amigos y… hay chicos que no tienen lápices para dibujar, quizá no tienen comida en la panza y yo acá reflexionando sobre el destino de una pinturita y mi solidaridad. Vino la hipocresía y me dio una bofetada. No quieras hacer la buena acción del día para ganarte el cielo con tan poco. No serás mejor persona por hacer algo de lo que no estás convencida. Así que, tampoco funcionó. No podía apropiarme de lo ajeno para ser mejor persona. Pensar que hay muchos que sí lo creen; Robin Hood, por ejemplo; aunque bueno –y ahí me sale la abogada defensora otra vez- mi representado, el Sr. Hood, robaba por necesidad y hambre de sus pares (hurto famélico… con vaselina) y además, el que le roba a un ladrón…
Entonces, ni bien me repuse del divague, hice lo correcto: se lo di a la portera del colegio diciendo –advirtiendo- que seguro el dueño lo iba a buscar allí. Si yo fuera la dueña de la pinturita violeta- pensé- jamás de los jamases jamaseños, dejaría de buscarla. Igual, a pesar de la sonrisa y las gracias desmedidas de quien recibió el lápiz en cuestión, no confié en ella ni un segundo. No creo que vaya a darle tanto a la lata mental y ética para decidir el destino del objeto.
¿Lo tiraría? PECADO. NO, LA VIOLETA NO. Quizá la verde, la naranja… pero la violeta no se tira. Probablemente termine en un cajón, perdida, aislada, sin poder dibujar ni pintar por largo tiempo. O en la cartuchera de cualquier niño, no dueño, no elegido ciertamente por mí que encontré el tesoro.
Bue, estaba a media asta, ya… -¡Quién le quita lo pintado!- me consolé.
Y, mientras caminábamos las últimas dos cuadras hasta casa, pensé en lo que había presenciado mi hija. Probablemente con esos ejemplos nunca sea una buena ladrona ni tenga la famosa viveza argentina a flor de piel. Mi papá hubiese hecho lo mismo que yo y con orgullo.
¿Y por qué estoy molesta entonces?
Creo que entendí que en esta como en tantas otras situaciones más en la vida, no hay UNA respuesta correcta (ouch!). Mucho menos una posible. Menos que más una entendible [¡¿por quién?!!!].
Quizá lo más atinado hubiera sido dársela a un dibujante para que la haga morder papel hasta sus últimos suspiros, o que la conservara mi hija para que se anote un poroto en el anecdotario de las cosas que nos encontramos en la calle o yo para inventar una historia más misteriosa y copada sobre ella.
O dejarla en el suelo, ahí mismito dónde estaba, con un horizonte más amplio que el cajón, bolsillo o cartera de la mujer de la portería.
Su suerte, como la de todos y todo, está echada [incluso antes de que yo me atreviera a encontrarla, recogerla y bue, el resto ya lo saben].

Ojalá que la pinturita violeta, de ese violeta perfecto a media asta ya, esté dibujando otra vez muy a pesar mío y de todos, por no poder saberlo a ciencia cierta. 

sábado, 30 de mayo de 2015

jueves, 21 de mayo de 2015

OÍD MORTALES EL GRITO SACADO


Tema recurrente por estos días: EL GRITO. Apareció en todos los rincones por los que anduve, presentado de mil maneras. Propio, ajeno, doloroso, resentido, de adultos, de niños, de maridos, de mujeres, de docentes… lejanos y cercanos… patriotas… de por aquí, de por allá. En charlas de café, por chat, en artículos escritos por autorizados pedagogos y por otros que simplemente se animan desde la propia vivencia.

“No ME grites”…, “ME gritaste…”,  “Perdón por haberTE gritado…”,  “No quiero gritarTE pero…”

Cuantas veces hemos escuchado –o dicho- algo así.

Y aclaro: mi computadora no tiene inconvenientes con la tecla de bloqueo de mayúscula, la que fue absolutamente adrede, porque lo que más me retumba en la cabeza al escribirlas, leerlas, escucharlas o decirlas es la manera en que todos nos apropiamos del actuar –y por ende, de la emoción/sentimiento- del otro y cómo vamos encajando y sublimando como hacen las piezas del “Tetris” –en caída directa e inexorable- sobre el tablero social que habitamos, tan arraigados al dúo inseparable “víctima y victimario”, siempre juntos, a pesar de todo, como Tom y Jerry.

El grito es agresivo, impulsivo, sanguíneo.

Aturde, estremece, confunde, marea, ensordece, molesta, bloquea, alerta.

Cualquier grito implica sacar a relucir las garras -o las guerras- que todos tenemos.

           Me pregunto entonces, desde este escepticismo que me ataca una vez cada tanto y me pica bastante ¿quién es, en serio, la verdadera “víctima” del grito?

Creo, y esto es casi autorreferencial, que quien grita acostumbradamente lo ha incorporado a su vida cual necesidad fisiológica, sin la cual -cree- no puede funcionar sin colapsar. Se convierte casi en un reflejo inmediato como estornudar o toser. Es una válvula de escape, a la vez que una trampa sin fin.

Con menor o mayor consciencia de ser un “gritón”, quienes sufrimos este hábito vicioso y viciado, no podemos desembarazarnos de esa reacción explosiva que se desata bruscamente, rompiendo cualquier clima de concordia, y tal como el increíble Hulk rompía su ropa, al retomar el hilo de lo que venía sucediendo en la vida –pre grito- quedamos absolutamente expuestos o, a un decir más mundano, “en bolas”. Desnudos de razones, de disculpas entendibles, de paz.

¡Culpable! – [me] grito-

Preguntada que fuera por las causas, diría que hay miles y miles de teorías y planteos, soluciones, sugerencias y recomendaciones.

Lo cierto es que cada uno tendrá que explorar sus propios motivos, buscar los caminos, los atajos y las soluciones.

(Acá tampoco hay recetas).

Pero si, de tanto leer y pensar, saqué algunas conclusiones que voy a compartir porque desde la UTCEG (Unión Transitoria Cibernauta de Empatía por los Gritones) me piden opinión y, autorizada o no, la mía es prácticamente un testimonio y tiene el sello de autenticidad y relevancia de la propia vivencia.

Nadie LE grita a nadie; aún cuando ambos interlocutores crean estar inmersos en la dicotomía gritón/gritado.

En verdad, el que grita, grita y punto.

Si nadie se apropiara de los gritos ajenos en ningún sentido y nos repitiéramos cual mantra “no los provoco, no los recibo, luego, no los tomo como algo personal”, el grito sería sólo un problema del que lo usa y padece, el “gritón”. Puede no gustarnos, elegir no escucharlos, no aguantarlos, descartarlos, pero nunca debemos tomarlo como lanza envenenada con rumbo al corazón, porque no lo es.

Yo, como gritona consuetudinaria –aunque en franca y voluntaria recuperación-, nunca pretendo con mi grito ofender al otro, mucho menos lastimarlo o dañarlo; sencillamente, exploto como el maíz pisingallo en el fuego, frente a una situación que se escapa de mi control (de mi autocontrol). Desde que logré entenderlo así, con esta simpleza, cuando grito se me activa la función [auto] aturdimiento, vivenciando lo que cualquier otro siente frente a ellos y me repliego sola con el efecto de la vibración del propio campanazo.  Esto, claro, después del desafío de ser mamá.

Y acá viene la parte más complicada de explicar[me]: tratándose de niños, también, contemos la verdad. Enseñémosles a no apropiarse de aquel actuar tan vehemente, agresivo y poco gentil de los adultos. Que no lo toleren, que no lo acepten, que no lo asimilen, que se esmeren por no reproducirlo… “Mamá/Papá/Otro adulto gritan y no está bien”. “No es tu problema y nunca lo será”  “No es una ofensa, es una pena que no podamos habituarnos a hablar diferente”. “Recordámelo cada vez que suceda si lo olvido”. “Aceptaré mi error siempre”. “Sé que cuando grito la estoy sonando”. “No grites, no me imites en esto que no es un lindo hábito”. Etcétera.

En mi caso, mi hija siempre fue un gran termostato de los niveles de audio permitidos a mi voz. Cuando me falla el autocontrol y tampoco funciona el inmediato autocorrectivo, ella me increpa con un “no me grites” y el antídoto es suficiente para replegar mis tropas y entender que ese momento, cualquiera de la vida cotidiana que herrumbra mi paciencia, no es el apropiado para descargar mi ira, mi frustración, mi ansiedad, mi cansancio (a veces, agotamiento), mis carencias, en fin, mis partes nada soleadas, que, además, poco tienen que ver con ese hecho concreto. Aunque no deba ser función ideal de un niño la de aplicarnos semejantes “correctivos”, es tiempo de decir de una vez y por todas -al menos yo necesito oírlo-, en detrimento de millones de editoriales que se escriben a diario acerca de la crianza de los más pequeños, que no podemos válidamente partir de la hipótesis de un adulto sin errores ni incoherencias. Es tiempo de sincerarnos y reconocernos como adultos con carencias, sombras, miedos, culpas, dolor…  Es hora de dejar de consumir y profesar la perfección materna/paterna como condición sine qua non para criar hijos porque eso es una injusta invitación hacia lo imposible y su lamentable consecuencia es el inexorable fracaso.

Probablemente, quien no tenga hijos no lo entienda aún.  

¡¿Cómo nos sentimos a diario tras ese cúmulo de información que recibimos acerca de como ser mejor y mejor y mejor como personas y como padres?! ¡¿Cuántas claves o tips debo conocer para ser el padre/madre perfecto?! Y, sobre todo, ¡¿Cuánto, irónicamente, me aleja ese desenfreno ansioso de consumidor compulsivo [de soluciones ajenas] de conectarme con mis fibras internas, mi propia fuente, mis instintos, en suma, la mejor versión de madre/padre que podré llegar a ser!?

Si, claro, lo pregunto gritando.

Me apena pensar que si hubiese tenido que despojarme del mal hábito del grito antes de ser mamá, probablemente ese ser maravilloso que es mi hija no estaría iluminando mi vida hoy.

Me consuelo: ¡de un mal hábito a la vez! [Si dejé de fumar, puedo dejar de gritar y si no puedo, me disculparé todas las veces que sea necesario por así sentirlo y lamentarlo, de verdad, cada vez].

Entonces, la ecuación sería algo así:

GRITO = RUIDO
Luego RUIDO ES SIEMPRE RUIDO.
Entonces RUIDO DE GRITO = EL PEOR RUIDO QUE [ME] CAUSO

Y claro, después de tanto ruido y chapoteando en el fondo de la “Caja de Pandora” suena a campanitas o flautas dulces, la ESPERANZA.

Entre el ruido y la música hay un sendero floreado y perfumado a la vera de una espesa sombra de añosos árboles que se llama ARMONÍA al que llegamos “los gritones” cuando registramos la áspera agonía de las cuerdas vocales, el dolor de cabeza que provoca el estallido a escasos centímetros del oído y, a la vez, el eco interno del grito, la resonancia, dónde cala hondo, dónde derrite icebergs, dónde dispara lava… allí, donde el grito se hace zumbido, para atenderlo, volverme uno con él y comprender sus raíces, sus ramas, su copa, sus frutos, para sufrir su sequía y así, lograr tal vez, que deje de aturdirnos. Por otro lado, si al escuchar un grito, la actitud es la misma que al escuchar un estruendoso ruido que aturde en vez de colocarnos en una actitud de ofensa personal y directa, probablemente también encontremos ese camino que conduce a la música que nos merecemos todos.

Ni gritados ni gritones… todos somos mestizos, mitad humanos, mitad divinos.