Esta es una historia real. O al menos
eso creí alguna vez.
Una noche de insomnio e involuntaria
soledad, de esas que el mes de mayo riega con una humedad profusa y un calor
atemporal, mirando a través de mi ventana vi de lejos, difusos, dos cuerpos
acostados en el pasto de una plaza cercana.
Corrían en cámara lenta las horas
avanzadas del ocaso, taponadas por nubes grises y humeantes con una luna
repleta de agua, apagada, desganada y sin embargo perfecta en su redondez.
Luna haragana, agazapada detrás de
una nebulosa viscosa y pálida.
Cuatro –quizá cinco- estrellas
intermitentes y caprichosas se quejaban en el cielo como si les doliera su
tiritar constante.
Y yo, sola, asomada a la ventana,
inventando historias de anónimos personajes para no caer en el desconsuelo.
No tenía mucho para empezar: sólo la
imagen pixelada de dos cuerpos casi estáticos coronados con la luz naranja de
un cigarrillo que avisaba que ardía de bocanada en bocanada.
Lo primero que mi mente pudo
fabricar, casi como un reflejo incontrolable de reminiscencia adolescente, fue
la historia dramática de dos jóvenes e intrépidos amantes, ocultos en la
negrura del desarraigo, combinada con las sombras de las farolas rotas por la
conquista de vándalos y muy bajo presupuesto municipal. Tal vez ella había
escapado de casa y se refugiaba, entonces, en los brazos cansados de su
candidato no aceptado. Tal vez no.
Abandoné la idea sin rencores. Esa
parecía una foto de otra época y ya no queda lugar en este nuevo milenio para
“Capuletos” y “Montescos” que, por cierto, ya está algo devaluado por promesas
incumplidas de viajes a otras galaxias y parientes marcianos, como para
achacarle también la falta de romanticismo.
Quizá sólo eran amantes furtivos
sedientos de sexo callejero y salvaje (¡!)…
Confieso que la idea sedujo mis
instintos más animales por unos generosos cinco segundos… mi mente no estaba
preparada esa noche para esa producción cargada de erotismo y desenfreno.
Digamos, peras al olmo. O digamos que el único fuego en varias cuadras a la
redonda que podía percibir era el incandescente cigarro de mis personajes
misteriosos.
Imaginé entonces que se trataba de
amigos.
Viejas almas pendencieras atascadas
en cuerpos jóvenes, sedientos de nostalgia de estrellas quejosas y noches
tristes y confundidas.
Compañeros de camino que compartían
el último cigarro que les restaba y retozaban en el pasto fresco después de un
intenso devenir de fastidiosos problemas cotidianos. Ambos, respirando
profundamente el aire confundido de una plazoleta urbana, mezcla de oxígeno
fresco y suspiros tóxicos de colectivos acatarrados. Filosofando y soñando, tal vez, con otros
tiempos que sin haber vivido, añoraban. Casi pude ver cómo dibujaban en el aire
épocas de labios rojos carmesí y vestidos ajustados y femeninos, tacones
altísimos, peinados prolijos, bien logrados, con esmero y dedicación, en franco
contraste con las cinturas bajas de jeans endemoniados, las zapatillas
desteñidas y el exceso innecesario de tatuajes y piercings.
Fuimos por un momento un trío de
nostalgia y añoranza, casi un tango.
Como una bofetada explosiva, un rapto de
realidad acercó a mi mente una historia más verosímil: dos indigentes que
compartían el espacio en la generosidad que germina justo donde la desposesión
reina. Con historias asombrosas sobre sus espaldas cansadas y resquebrajadas
por pernoctar en el frío cemento de los zaguanes abandonados, superpoblados de
afiches de propaganda y mugre.
Por eso, esa noche sería especial.
La plazoleta oscura les regalaría la intimidad necesaria; el pasto fresco y
mullido, el lecho perfecto.
Un único cigarro como testigo
luminoso de la carencia absoluta de riquezas materiales. Cercano al lugar,
algunos ladridos aislados de un perro repleto de pulgas parecían dar mayor veracidad
a esa historia que se alojaba cómoda y confiada en las antípodas de aquellas
primeras imágenes de amorío y fuga.
Me sentí acobardada y vencida frente
a mis pobres ganas de desafiar mi pereza y saciar mi curiosidad, bajando a la
realidad para confirmar alguna de mis versiones o sorprenderme con una nueva
que se revelara con una foto más cercana y nítida.
Mi curiosidad y mi abulia
abandonaron mi cuerpo para trabarse en lucha y al cabo de unos minutos,
volvieron a mí con una amnistía fundada en un confeso empate técnico:
conservaría la intriga que espabilaba mi imaginación y la sacaba a trotar sólo hasta
que el alba echara luz sobre el misterio.
Hice un último y fallido intento
visual para cumplir con los requerimientos de mi ansiedad y nada: aún forzando
la vista hasta que ardieron mis ojos, no pude ver más que un par de siluetas
recortadas y superpuestas de color negro noche sobre más negrura nocturna de un
ocaso cerrado con una mísera luna opaca y pocas estrellas convalecientes.
Mis esperanzas terminaron de
ahogarse en el último suspiro del cigarrillo que matando de improviso a las
cenizas incandescentes se esfumó para siempre en el espacio. La mole humana que
yacía en la plazoleta desparramada sobre el pasto se tornaba cada vez más
indefinida y quieta como negándose a que la descubriera.
Suspiré largo y me regocijé en el
tratado de paz firmado en mi mente: esperaría al amanecer.
Luego, la invasión de los temidos –y
nunca invitados- imponderables.
Supongo que en algún momento abandoné
la guardia vencida por el inoportuno y burlón sueño y mis ojos se desplomaron
sobre una nube de almohadas. Calculo que un apagón de luz desconectó mi
despertador eléctrico programado a horario tempestivo. Creo que el insomnio de
catálogo no está diseñado para ser ameno ni entretenido: en cuanto amaga con
serlo, perece súbito, el muy cretino.
Desperté con el ruido histérico del
despertador de mi vecino y al advertir mi falta, erguí la cabeza desesperada
buscando la ventana como si la hubiese perdido en sueños.
La misma plaza, iluminada ahora con
el alba, coronada con los bostezos de peatones tempraneros que la recorrían
apesadumbrados.
Allí, exactamente en el lugar donde
habían reposado las siluetas capciosas y escurridizas, no había ya nada más que
un barredero vestido con un traje fosforescente y su escobillón de acero, barriendo sin ganas las
primeras hojas del otoño.
Sentí el estruendo de las carcajadas
de todos -los amantes, los amigos y los indigentes- que desde algún lugar de mi
imaginación o escondidos detrás de los árboles y las estatuas, complotados
cruelmente con el barrendero y los transeúntes, se burlaban de esta pobre
servidora que les había regalado la mente como escenario.
Confirmé la infamia más tarde, cuando el
portero me interceptó en el palier para pasarme el acostumbrado parte diario de
chismes y habladurías. Desde hacía mucho tiempo, me había programado para no
escucharlo y por eso no puedo revelar la totalidad de sus dichos pero una frase
final con la que remató su relato, me hizo pensar que él también era cómplice y
yo una pobre víctima merced del divertimento de todos ellos.
Dijo, después de una pausa larga
cargada de doble intención para captar mi plena atención a sabiendas de mi
intachable cordialidad y buena educación:
“…En conclusión, de lo de anoche, qué fue verdad y qué fue mentira… eso,
nunca lo vamos a terminar de saber…”.
