sábado, 30 de mayo de 2015

jueves, 21 de mayo de 2015

OÍD MORTALES EL GRITO SACADO


Tema recurrente por estos días: EL GRITO. Apareció en todos los rincones por los que anduve, presentado de mil maneras. Propio, ajeno, doloroso, resentido, de adultos, de niños, de maridos, de mujeres, de docentes… lejanos y cercanos… patriotas… de por aquí, de por allá. En charlas de café, por chat, en artículos escritos por autorizados pedagogos y por otros que simplemente se animan desde la propia vivencia.

“No ME grites”…, “ME gritaste…”,  “Perdón por haberTE gritado…”,  “No quiero gritarTE pero…”

Cuantas veces hemos escuchado –o dicho- algo así.

Y aclaro: mi computadora no tiene inconvenientes con la tecla de bloqueo de mayúscula, la que fue absolutamente adrede, porque lo que más me retumba en la cabeza al escribirlas, leerlas, escucharlas o decirlas es la manera en que todos nos apropiamos del actuar –y por ende, de la emoción/sentimiento- del otro y cómo vamos encajando y sublimando como hacen las piezas del “Tetris” –en caída directa e inexorable- sobre el tablero social que habitamos, tan arraigados al dúo inseparable “víctima y victimario”, siempre juntos, a pesar de todo, como Tom y Jerry.

El grito es agresivo, impulsivo, sanguíneo.

Aturde, estremece, confunde, marea, ensordece, molesta, bloquea, alerta.

Cualquier grito implica sacar a relucir las garras -o las guerras- que todos tenemos.

           Me pregunto entonces, desde este escepticismo que me ataca una vez cada tanto y me pica bastante ¿quién es, en serio, la verdadera “víctima” del grito?

Creo, y esto es casi autorreferencial, que quien grita acostumbradamente lo ha incorporado a su vida cual necesidad fisiológica, sin la cual -cree- no puede funcionar sin colapsar. Se convierte casi en un reflejo inmediato como estornudar o toser. Es una válvula de escape, a la vez que una trampa sin fin.

Con menor o mayor consciencia de ser un “gritón”, quienes sufrimos este hábito vicioso y viciado, no podemos desembarazarnos de esa reacción explosiva que se desata bruscamente, rompiendo cualquier clima de concordia, y tal como el increíble Hulk rompía su ropa, al retomar el hilo de lo que venía sucediendo en la vida –pre grito- quedamos absolutamente expuestos o, a un decir más mundano, “en bolas”. Desnudos de razones, de disculpas entendibles, de paz.

¡Culpable! – [me] grito-

Preguntada que fuera por las causas, diría que hay miles y miles de teorías y planteos, soluciones, sugerencias y recomendaciones.

Lo cierto es que cada uno tendrá que explorar sus propios motivos, buscar los caminos, los atajos y las soluciones.

(Acá tampoco hay recetas).

Pero si, de tanto leer y pensar, saqué algunas conclusiones que voy a compartir porque desde la UTCEG (Unión Transitoria Cibernauta de Empatía por los Gritones) me piden opinión y, autorizada o no, la mía es prácticamente un testimonio y tiene el sello de autenticidad y relevancia de la propia vivencia.

Nadie LE grita a nadie; aún cuando ambos interlocutores crean estar inmersos en la dicotomía gritón/gritado.

En verdad, el que grita, grita y punto.

Si nadie se apropiara de los gritos ajenos en ningún sentido y nos repitiéramos cual mantra “no los provoco, no los recibo, luego, no los tomo como algo personal”, el grito sería sólo un problema del que lo usa y padece, el “gritón”. Puede no gustarnos, elegir no escucharlos, no aguantarlos, descartarlos, pero nunca debemos tomarlo como lanza envenenada con rumbo al corazón, porque no lo es.

Yo, como gritona consuetudinaria –aunque en franca y voluntaria recuperación-, nunca pretendo con mi grito ofender al otro, mucho menos lastimarlo o dañarlo; sencillamente, exploto como el maíz pisingallo en el fuego, frente a una situación que se escapa de mi control (de mi autocontrol). Desde que logré entenderlo así, con esta simpleza, cuando grito se me activa la función [auto] aturdimiento, vivenciando lo que cualquier otro siente frente a ellos y me repliego sola con el efecto de la vibración del propio campanazo.  Esto, claro, después del desafío de ser mamá.

Y acá viene la parte más complicada de explicar[me]: tratándose de niños, también, contemos la verdad. Enseñémosles a no apropiarse de aquel actuar tan vehemente, agresivo y poco gentil de los adultos. Que no lo toleren, que no lo acepten, que no lo asimilen, que se esmeren por no reproducirlo… “Mamá/Papá/Otro adulto gritan y no está bien”. “No es tu problema y nunca lo será”  “No es una ofensa, es una pena que no podamos habituarnos a hablar diferente”. “Recordámelo cada vez que suceda si lo olvido”. “Aceptaré mi error siempre”. “Sé que cuando grito la estoy sonando”. “No grites, no me imites en esto que no es un lindo hábito”. Etcétera.

En mi caso, mi hija siempre fue un gran termostato de los niveles de audio permitidos a mi voz. Cuando me falla el autocontrol y tampoco funciona el inmediato autocorrectivo, ella me increpa con un “no me grites” y el antídoto es suficiente para replegar mis tropas y entender que ese momento, cualquiera de la vida cotidiana que herrumbra mi paciencia, no es el apropiado para descargar mi ira, mi frustración, mi ansiedad, mi cansancio (a veces, agotamiento), mis carencias, en fin, mis partes nada soleadas, que, además, poco tienen que ver con ese hecho concreto. Aunque no deba ser función ideal de un niño la de aplicarnos semejantes “correctivos”, es tiempo de decir de una vez y por todas -al menos yo necesito oírlo-, en detrimento de millones de editoriales que se escriben a diario acerca de la crianza de los más pequeños, que no podemos válidamente partir de la hipótesis de un adulto sin errores ni incoherencias. Es tiempo de sincerarnos y reconocernos como adultos con carencias, sombras, miedos, culpas, dolor…  Es hora de dejar de consumir y profesar la perfección materna/paterna como condición sine qua non para criar hijos porque eso es una injusta invitación hacia lo imposible y su lamentable consecuencia es el inexorable fracaso.

Probablemente, quien no tenga hijos no lo entienda aún.  

¡¿Cómo nos sentimos a diario tras ese cúmulo de información que recibimos acerca de como ser mejor y mejor y mejor como personas y como padres?! ¡¿Cuántas claves o tips debo conocer para ser el padre/madre perfecto?! Y, sobre todo, ¡¿Cuánto, irónicamente, me aleja ese desenfreno ansioso de consumidor compulsivo [de soluciones ajenas] de conectarme con mis fibras internas, mi propia fuente, mis instintos, en suma, la mejor versión de madre/padre que podré llegar a ser!?

Si, claro, lo pregunto gritando.

Me apena pensar que si hubiese tenido que despojarme del mal hábito del grito antes de ser mamá, probablemente ese ser maravilloso que es mi hija no estaría iluminando mi vida hoy.

Me consuelo: ¡de un mal hábito a la vez! [Si dejé de fumar, puedo dejar de gritar y si no puedo, me disculparé todas las veces que sea necesario por así sentirlo y lamentarlo, de verdad, cada vez].

Entonces, la ecuación sería algo así:

GRITO = RUIDO
Luego RUIDO ES SIEMPRE RUIDO.
Entonces RUIDO DE GRITO = EL PEOR RUIDO QUE [ME] CAUSO

Y claro, después de tanto ruido y chapoteando en el fondo de la “Caja de Pandora” suena a campanitas o flautas dulces, la ESPERANZA.

Entre el ruido y la música hay un sendero floreado y perfumado a la vera de una espesa sombra de añosos árboles que se llama ARMONÍA al que llegamos “los gritones” cuando registramos la áspera agonía de las cuerdas vocales, el dolor de cabeza que provoca el estallido a escasos centímetros del oído y, a la vez, el eco interno del grito, la resonancia, dónde cala hondo, dónde derrite icebergs, dónde dispara lava… allí, donde el grito se hace zumbido, para atenderlo, volverme uno con él y comprender sus raíces, sus ramas, su copa, sus frutos, para sufrir su sequía y así, lograr tal vez, que deje de aturdirnos. Por otro lado, si al escuchar un grito, la actitud es la misma que al escuchar un estruendoso ruido que aturde en vez de colocarnos en una actitud de ofensa personal y directa, probablemente también encontremos ese camino que conduce a la música que nos merecemos todos.

Ni gritados ni gritones… todos somos mestizos, mitad humanos, mitad divinos.