Las hojas crujientes y deliciosas bajo mis pies se lamentan, se quejan, le cantan al otoño.
El aire frío que se cuela en mi garganta, juega con mi cuerpo y lo hace temblar.
El fuego sagrado está intacto; aún con la carne algo corrompida y manchada de lodo, aún así las llamas se estiran y se encogen, y crepitando libremente me seducen.
Y yo que vagabundeo errante por el mundo como un pájaro con sus alas estiradas, flotando, acariciando diferentes vientos que traen consigo aromas en otro idioma.
Etérea y aleatoria…
Trato frecuentemente de abrir esa puerta cósmica y saltar al vacío sabiéndome alada, sin posibilidades de caer, pero no logro dar con mi coraje y me escabullo avergonzada.
Así es como, aleteando por el cosmos, un día la encontré.
Quieta junto a un árbol, concentrada, contando hormigas.
Se ofuscó al verme (hice que perdiera la cuenta).
Me disculpé y me senté a su lado.
Inmersas las dos en un silencio delicioso, pude entenderla sin palabras.
Aquella niña castaña con ojos color pantano, olía a flores frescas y sentí mi rostro salpicado de su humedad nutricia y bendita.
Sentarme junto a ella me transportó casi de inmediato a mi infancia y a un devenir de recuerdos vívidos y ricos.
Con sus dedos dibujaba burbujas en el aire y dentro de ellas aparecía un pedazo de mí embebida en un entrañable recuerdo.
Así, me recordé sentada en los enormes bancos de madera oscura de la parroquia de Nuestra Señora de la Misericordia.
Sola.
Con las manitas sudorosas sobre mi libro de oraciones, rodeada del zumbido de rezos perdidos y anónimos que se interrumpían con los toscos ruidos de unas revoltosas niñas que detrás de mí, se empujaban, tropezaban, reían.
Mis ojos estaban, de momento, cerrados y ajustados, como si con ellos apiñados pudiera conciliar esa fe inocente que olía a mirra e incienso.
De a ratos, me encontré espiando con desconfianza la trastienda del altar en busca de los innumerables fantasmas que la habitaban.
Sólo encontraba nuevamente paz y consuelo con la imagen de la virgen de la Misericordia que se erguía benévola sobre todos nosotros y Juan Bota, en rodillas, venerándola en el preciso acto de su aparición.
Las luces cálidas de las farolas sostenidas por ángeles nublaban mi vista hasta verlos sonreírme de lejos, inmutables, en un halo de quietud.
El dorado que brillaba con las luces convertía ese altar en una nube de luz cálida y atrapante, casi hipnótica, que seducía mis sentidos.
Desde afuera, se escuchaba una horda de pequeñas ruidosas, enloquecidas por las bondades del recreo de mitad de mañana, barullo que con el abrir y cerrar de la puerta lateral de la capilla llegaba a mí con fuerzas intermitentes sin dejar de irse jamás.
Así, perfecto, tranquilizador, como la felicidad misma suspendida en el aire.
Luego, repentino y doloroso, sonó el timbre que punzaba mis reflexiones para llamarme de vuelta a la realidad del aula y mis obligaciones escolares.
Cuando volví a la niña contadora de hormigas, ésta reía, traviesa y me miraba con infinita dulzura.
Como encontrando un canal abierto, todos los recuerdos de mi tierna edad volvieron a mi conciencia a borbotones, acariciándome el alma, estallando burbujas, de una por vez, todas.
Todos aquellos silencios coronados de historias y fantasías, visitados por duendes y hadas, bailando juntos.
Todos juntos, merendando en el altillo mágico de aquella casa, estallando en carcajadas.
Todos volvieron para quedarse y colarse de tanto en tanto en mi rutina adulta, respondiendo a mis suspiros, para lavarle la cara con frescos óleos y pintarle cada tanto una nariz colorada.