jueves, 14 de enero de 2010

Siesta

El calor intenso derrite el pavimento acompasado por una bruma densa que lo sobrevuela, derritiéndola a su paso, engañando la vista, inventando fantasmas y mareos.
Por eso el mosaico de aquel patio colonial, fresco bajo la galería blanca remarcada por una enredadera con olor a jazmines y miel, se torna el refugio perfecto que imaginan los soñadores como yo, añorándolo sin haberlo tenido, deseándolo con parpadeo lento y acaramelado.
La piel ensalzada en transpiración busca una sombra quieta y muda que acompañe los sombreros anónimos de peregrinos y bueyes perdidos.
Las miradas tranquilas de los lugareños se apaciguan por el verano intenso de la urbe repleta de argumentos vanos y corridas bancarias.
Recuerdo aquella pieza interna de la casa de Rodríguez y Garay y su frescor acariciándonos la espalda a los que elegíamos el suelo para adormitar quince minutos de siesta, memorables, previa al mate y a las escapadas con amigos por el barrio.
Hoy, ocho pisos más arriba y más al centro me consuelan las aspas de un ventilador itinerante y altanero que vibra y zumba alto.
El televisor mudo con intrusos anónimos; yo quieta, con mis teclas y mis ganas de recortar un momento que aún cuando es común y ordinario me sabe a infancia dulce y me alegra el alma.
Desde afuera se escucha un ramillete de taxis y colectivos atrevidos que dibujan desafiantes sus huellas en la brea derretida y trasladan pasajeros que resoplan y se abanican, desesperanzados.